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OPINIÓN | PUNTO DE OBSERVACIÓN
Columna
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Una débil Comisión Europea

Soledad Gallego-Díaz

Alemania ha sido el país más influyente en la Unión Europea, prácticamente desde la creación del Mercado Común, hace ya medio siglo. Junto con Francia, integró el eje sobre el que descansó el progresivo desarrollo de la UE y nadie ha puesto nunca en duda que, sin el acuerdo de esos dos países, la idea de una Europa unida no existiría. No es, desde luego, el momento de cuestionar esa importancia ni esa influencia. Pero una cosa es reconocer su fuerza y su papel determinante y otra permitir que se instale la idea de que toda la UE depende en exclusiva de Alemania, de su Gobierno, de su Bundestag y de su Tribunal Constitucional y que es Alemania la que, en solitario, determina el futuro de aproximadamente 500 millones de europeos.

Imposible creer que Jacques Delors o Roy Jenkins hubieran consentido ser tratados como funcionarios

La Unión Europea no está basada sobre la idea de que manda quien más paga. Al menos, no formal ni institucionalmente. En todo caso, se acepta que quien más paga, manda más, pero es una cuestión de proporcionalidad, no de absolutismo. Porque, además, la historia reciente demuestra que quien más paga es, generalmente, quien más se ha beneficiado, y se beneficia, de su existencia.

Esta es probablemente la crisis más importante por la que ha pasado la UE desde su creación, es cierto, pero no es la única y hasta hace muy poco el funcionamiento de la UE se venía rigiendo por unas normas mucho más comunitarias, que no menoscababan el poderío alemán, pero que salvaguardaban el espíritu de la Unión. Era un sistema que, pese al descrédito al que siempre se le sometió, demostró su eficacia en infinidad de ocasiones y que ahora parece haber saltado por los aires, sin remedio y sin la menor oposición.

Hasta hace muy poco era la Comisión Europea el organismo encargado de averiguar qué querían alemanes y franceses, pero también las necesidades de los demás países miembros y la que se empleaba a fondo para encontrar una respuesta que recogiera, evidentemente, los intereses franco-alemanes, pero que también se hiciera eco de las voces de los demás socios. La Comisión, su presidente, tenía por misión precisamente combinar ese análisis y adelantarse con propuestas propias capaces de concitar acuerdos. Imposible creer que un personaje como el francés Jacques Delors, pero también como el británico Roy Jenkins o el luxemburgués Gaston Thorn, hubieran consentido en ser tratados como meros funcionarios de ventanilla, como ocurre ahora, y renunciado a su principal fuente de poder: la decisiva capacidad de tomar la iniciativa y de presentar propuestas.

Las peores crisis son las que nacen de la coincidencia de muchas circunstancias diferentes. Los europeos lamentaremos siempre que esta gran crisis haya llegado con una Comisión Europea especialmente débil y debilitada. Una Comisión que, desde luego, no fue capaz de vigilar los planes económicos griegos ni de exigir el respeto de los tratados a quienes los vulneraban, y que ahora tampoco es capaz de reclamar la iniciativa. Ni el portugués José Manuel Durão Barroso ni el belga Herman van Rompuy (por no hablar de la desaparecida Catherine Ashton) han sido capaces de defender ese rol institucional, arrasados siempre por el tsunami alemán o, en ocasiones, por la gran marejada franco-alemana. Es verdad que les tocó presidir una UE recién ampliada y que la crisis les inundó sin tiempo para solucionar serios problemas institucionales. Pero aun así, la Comisión, el presidente y sus miembros más significativos, han cometido un pecado grave escondiéndose en sus despachos de Bruselas, incapaces de obligar a que se respetara el papel que les conceden los tratados.

Quizás los Gobiernos, y los partidos políticos que, como la mayoría de los españoles, aceptaron en su momento, e incluso votaron, a favor de una Comisión débil sean conscientes ahora del grave error. Una Comisión fuerte, un presidente de la Comisión con carácter y con vocación europeísta, debería ser una de las principales reivindicaciones de los países a los que ahora se nos quiere hacer pasar, durante largos años, como socios de segunda fila. - solg@elpais.es

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