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OPINIÓN
Columna
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En defensa de Jean-Luc Godard

Quien descalifica la obra del director de cine francés por su supuesto antisemitismo injuria a un artista de gran talla, a la vez que juega con un término que debiera emplearse con mayor prudencia

Hay un episodio recurrente en todas las biografías de Jean-Luc Godard y, en particular, en la de Antoine de Baecque (Éditions Grasset): el que se refiere al proyecto que acariciamos, entre marzo y octubre de 1999, Godard, Lanzmann y yo mismo de realizar una película sobre la Shoah. Cada vez que alguien menciona ese episodio es para apoyar una tesis: la del "antisemitismo" del autor de Pierrot el loco. ¿Acaso no se da por supuesto que yo mismo declaré, para explicar el nacimiento -primero- y el fracaso -después- de ese proyecto, que Jean-Luc Godard era "un antisemita que intentaba curarse"?

Como no me gusta el planteamiento, como aún me gustan menos las acusaciones de antisemitismo proferidas a la ligera y como, por añadidura, detesto sentirme instrumentalizado en unos debates tan burdos y cuyos instigadores ni siquiera conocen sus pormenores -esto salta a la vista-, quiero dar aquí, y por primera vez, mi versión del asunto.

Hubo múltiples razones para el fracaso de la aventura común, pero el antisemitismo no fue una de ellas
Es indudable que la relación de Godard con el hecho judío es compleja, ambigua y contradictoria

En honor a la verdad, tengo que empezar diciendo que, ese proyecto de película-debate concebido por Godard no era nuestra primera idea de colaboración cinematográfica: quince años antes, él ya me había propuesto el papel de José en Yo te saludo, María; y aunque es cierto que decliné la invitación, no lo es menos que fue por una serie de razones de orden más bien privado y que éstas se simplifican excesivamente cuando se reducen, como hace Antoine de Baecque, a los escrúpulos de un "joven" pensador "asustado" por la "perversidad" del personaje.

En honor a la verdad, igualmente, tengo que precisar que Godard y yo ya habíamos alimentado otro proyecto de película anterior al que luego compartimos con Lanzmann: esta vez era un proyecto mío; se trataba de una obra de ficción que pensábamos rodar en la India y en la que él iba a representar el papel de una especie de Kurtz-arquitecto enfrentado a las tinieblas de una ciudad en ruinas que se suponía tenía que reconstruir; y si finalmente la película no se hizo fue, en este caso, por razones económicas, pero es evidente que yo no habría pensado ni por un momento en confiar el papel principal a un hombre al que hubiese considerado ese antisemita que nos describen ahora por todas partes, tanto en Estados Unidos como en Europa, y en un tono de cuasi evidencia.

La verdad, toda la verdad, me obliga a recordar, finalmente, que hubo otro proyecto -que, aparentemente, tampoco conocen los biógrafos de Jean-Luc Godard-. Se trata de un proyecto de 2006 -posterior, por tanto, al de Godard-Lanzmann-Lévy- y consistía en un viaje a Israel que hubiera debido titularse "Tierra prometida", a propuesta de Godard. ¿Por qué este tercer proyecto tampoco vio la luz, pese a los esfuerzos de Alain Sarde? Porque Godard, a lo largo de nuestros sucesivos intercambios, terminó sacándose de la manga la idea -y lo cito a él mismo- "duméziliana" (relacionada con el pensamiento del intelectual francés Georges Dumézil) de agregar a su "reparto" un tercer nombre, que era ni más ni menos que el de Tariq Ramadan, algo inaceptable para mí. Pero, también aquí, no admitirlo sería mentir: hasta la irrupción de ese inoportuno "tercero", yo proyectaba ir a confrontar in situ, sin la menor preocupación y pese a cualquier polémica, mi comprensión del ser judío con la suya.

En cuanto al proyecto "Shoah", finalmente, en cuanto a ese famoso "No es una cena de gala" que hubiéramos debido firmar Godard, Lanzmann y yo, y que, a todas luces, hace fantasear al mundillo de los amantes de la obra godardiana, tal vez habría que decidirse de una vez a interrogar a los protagonistas; tal vez habría que recabar el testimonio de Pierre Chevalier, del canal Arte (que, contrariamente a lo que escribe Baecque, ni se "asustó" ni "declinó la oferta"), así como el de Gilles Sandoz (que era el maestro de obras de la empresa); tal vez la solución fuese publicar los documentos del caso, es decir, en lo esencial, las cartas de Godard describiendo con todo detalle su forma de ver la película, desde los títulos de crédito hasta los dispositivos de rodaje. Pero, desde ahora mismo, afirmo que, una vez más, hubo múltiples razones para el fracaso de la aventura; y que unas fueron contingentes y otras ineluctables; que algunas estaban relacionadas con la inquietud que cada uno sentía por sí mismo y otras con un malentendido más profundo sobre nuestras visiones del mundo; que la concepción que teníamos de la imagen, de las imágenes, así como de su régimen de propiedad, tampoco influyó para nada en la ruptura final; y que, al menos para mí, el antisemitismo no fue una de esas razones.

Es indudable que la relación de Godard con el hecho judío es compleja, contradictoria, ambigua, y que su apoyo a comienzos de los años setenta, en Ici et ailleurs, por ejemplo, a los puntos de vista palestinos más extremistas plantea un problema, lo mismo que el hecho de que en los Fragmentos de conversaciones de Alain Fleischer (2009) haya secuencias que yo no conocía cuando acometimos cada uno de esos proyectos y hoy me perturban. Pero deducir de todo eso un perentorio "¡Godard antisemita!" y apoyarse en ese supuesto antisemitismo para, con un proceder cada vez más frecuente en esta baja época de la policía del arte y el pensamiento, intentar descalificar toda su obra, es injuriar a un artista considerable, al mismo tiempo que jugar con una palabra -"antisemitismo"- que habría que manejar, lo repito, con la mayor precaución.

He dudado mucho antes de escribir estas líneas. Para hacerlo, he leído y releído la montaña de notas y documentos que he venido acumulando a lo largo de los años. Pero era una cuestión de transparencia y de honestidad, creo yo.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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