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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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La democracia y sus sombras

Josep Ramoneda

Hace dos años se hizo en Barcelona una exposición sobre la transición. Al final del recorrido, el visitante podía plantear sus preguntas ante una cámara para que fueran contestadas más tarde en un debate público con protagonistas de la transición. Las dos preguntas más repetidas, con mucha diferencia, eran, con ligeras variantes, éstas: "¿Cómo es posible dar por buena una transición en la que los franquistas no pagaron por sus crímenes?", "¿puede darse por terminada la transición mientras siga la monarquía?". Son dos preguntas que las generaciones de la transición podemos pensar que tienen una respuesta fácil: los crímenes del franquismo fueron absueltos por un pacto de reconciliación nacional, concretado en una Ley de Amnistía; el Rey se ganó su legitimidad democrática al ejercer de buen traidor, que contribuyó eficazmente al desmontaje del antiguo régimen y a la construcción del nuevo. Pero lo que puede parecer evidente a los que vivimos las dificultades, las dudas, los miedos y las amenazas de la transición puede no serlo tanto para las nuevas generaciones y para las gentes que ven el proceso democrático español desde otros países.

Podemos pensar que no se ha sabido explicar suficientemente bien la transición y que ésta es la razón de que preguntas que deberían estar cerradas sigan abiertas. A todas las generaciones les gusta haber firmado una obra maestra de la historia de un país. Es legítimo considerar la transición como tal. Cualquier cambio de fondo en la estructura política de un país se funda siempre sobre un complicado regateo entre la memoria y el olvido. Pero una democracia consolidada no tiene que tener ningún temor a las preguntas. Puede que las nuevas generaciones no sepan que fue precisamente el partido comunista el primero en lanzar la consigna reconciliación nacional; puede que para las nuevas generaciones sea difícil entender el papel que jugó la Guerra Civil en la transición como una especie de super-ego colectivo; y puede que nunca se sepa la verdad de las relaciones de fuerzas del momento de la transición: es decir, si se optimizaron todas las posibilidades del momento o si se hicieron excesivas concesiones.

Pero, en cualquier caso, hay sombras sobre la calidad de la democracia española. Y, en parte, vienen de un mismo defecto de construcción: haber querido convertir una amnistía -probablemente necesaria- en una amnesia. En un punto final. Por eso hay quien piensa que España va con retraso en cuanto a la asunción de su pasado respecto de otros países, por ejemplo, los del Cono Sur latinoamericano, en los que las grandes carnicerías fueron más recientes, las heridas estaban más abiertas y los riesgos de involución eran mucho más altos, y, sin embargo, han conseguido, en parte, condenar a sus verdugos y afrontar la cruel realidad de su pasado reciente.

En España, dicen, la Ley de Amnistía lo impide. Aceptémoslo, aunque puede ser objeto de una controversia jurídica como la que separa a Garzón de sus juzgadores. Pero la prohibición de acciones penales no significa borrar la historia ni blanquear orígenes y genealogías. Es verdad que al Rey lo puso Franco. Es y será así, por más que él se haya podido ganar la legitimidad democrática. Y no es irrelevante. Como es verdad que la derecha española tiene sus raíces en el franquismo, y que el sector más conservador de la sociedad española, que nunca ha renegado del franquismo, le vota. Lo cual probablemente es una buena noticia, porque nos ha ahorrado, hasta el momento, un partido de extrema derecha. Pero es así y no es insignificante. Y es verdad que llevamos un enorme retraso en el reconocimiento a las víctimas de la guerra civil y del franquismo. Treinta años después no tiene que ser un problema mayor reconocer estas cosas. Y, sin embargo, muchas autoridades, del nivel nacional al local, se oponen. Ni se deslegitima al rey ni se deslegitima al Partido Popular, que ha recibido un montón de veces la ratificación de las urnas, ni se pretende un revisionismo de la transición. Simplemente, la desmitifica, que es lo mínimo que se puede esperar que cada generación haga con sus padres. Y en cualquier caso dignifica y normaliza la democracia.

Por eso es extravagante la extraña alianza coyuntural entre la extrema derecha y el bellochismo contra el juez Garzón. Sin entrar en el debate jurídico, en términos políticos, que el juez Garzón pueda caer por haber osado investigar los crímenes del franquismo no es la mejor imagen que España pueda lanzar al mundo. La sospecha de que la sombra del franquismo todavía gravita sobre la democracia española ganaría adeptos.

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