Los derechos de autor
He leído, con suma extrañeza, la columna Ni se le ocurra tararear a Mozart, de Soledad Gallego-Díaz, publicada el pasado viernes.
Me llama poderosamente la atención su aparente falta de aprecio por los derechos de autor y por la ley que los regula, la misma norma legal a la que se remite su propio periódico para la protección de sus contenidos informativos, como reza en su contraportada. Parece incluso que le molestara que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea defienda, como hace con los de otros europeos, los derechos de los ciudadanos autores, una conquista que, hay que recordar, nace de la Revolución Francesa y está consagrada en la solemne Declaración Universal de los Derechos Humanos.
No es mezquino ni mucho menos neoliberal, como plantea, defender el derecho de los autores a vivir dignamente del fruto de su trabajo y del uso que otros hacen de sus creaciones. Los músicos, cineastas, directores, coreógrafos o escritores deben recibir, como cualquier otro trabajador, un salario que les permita vivir de sus obras. Y los derechos de autor lo garantizan. ¿Por qué transmite la impresión de que le fastidia que un autor cobre por la utilización de su obra musical? Y en el caso de Mozart, al que se refiere el título de su artículo y cuyas composiciones son de dominio público, quienes reciben su remuneración son, mayormente, los intérpretes y empresarios que lo programan.
Me sorprende, de igual manera, el modo con que se refiere a la actividad que desarrollan las sociedades gestoras de derechos, a las que tilda de "codiciosos recaudadores". Las entidades de gestión, reguladas por la ley y sometidas al control del Ministerio de Cultura, se limitan a recaudar -y posteriormente repartir entre los titulares de los derechos- el dinero que se genera por la utilización por terceros de las creaciones autorales. Además, desarrollan una importante labor como prescriptores culturales, promoviendo y difundiendo por todo el mundo el repertorio de nuestros creadores.
A lo mejor Soledad Gallego-Díaz está planteando un escenario en el que no se pagara por nada: ni por un coche, una casa, un libro o un periódico. O en el que no se contemplara el respeto por el autor y por la propiedad intelectual y en el que, por ejemplo, el plagio estuviera legitimado y su artículo estuviera firmado en ese periódico por ella y, en otro, por cualquier persona que no hubiera respetado su autoría.
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