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La deriva europea hacia el colapso

Enrique Gil Calvo

Cada vez está más claro que la política de mantener a cualquier precio la sagrada austeridad nos está costando a casi todos demasiado caro. Una política que nuestros gobernantes justifican como una imposición de los mercados, pero eso es una falacia. Es verdad que la opinión pública se ha creído al pie de la letra el mito de que las democracias han caído bajo el poder de los mercados. Pero ese prejuicio anticapitalista tiene pocos visos de realidad. Los mercados se limitan a reaccionar con actos reflejos ante las variaciones de su entorno, que olfatean con anticipación como una manada de búfalos. Es la célebre volatilidad o elasticidad: la inmediata respuesta reactiva de sus espíritus animales automáticamente determinada por su compulsivo temor al lucro cesante. Pero carecen de iniciativa estratégica, pues no son libres de suspender o desobedecer su congénita necesidad de minimizar costes y maximizar beneficios. De ahí que los mercados no puedan ser maquiavélicos, sino que están forzados a comportarse como meros perros de Pavlov, pues no son sujeto de poder sino simple objeto de actos reflejos. En cambio, los Gobiernos sí son sujetos maquiavélicos dotados de previsión estratégica para tratar de manipular las variables de su entorno. Es decir, tienen la capacidad de decirle no a su contexto inmediato.

Latinos y mediterráneos pagamos la obstinación de Merkel ante los mercados

Viene todo esto a cuento de la presente situación en la eurozona, donde los gobernantes se enfrentan a los mercados en un campo de juego donde las apuestas son dispares. Para detener la actual deriva europea, bastaría con que los Gobiernos se plegaran al apetito de los mercados permitiendo que el BCE emitiese eurobonos y comprase ilimitadamente deuda soberana española o italiana (tal como ocurre en las áreas del dólar o la libra). En tal caso, la presión acreedora cesaría inmediatamente y entonces podríamos hablar, en efecto, de gobierno de los mercados financieros. Pero no sucede así. Por el contrario, en lugar de saciar la voracidad de los mercados, la canciller Merkel es capaz de decirles que no, negándose a permitir la compra de deuda y la emisión de eurobonos. De esta forma está señalando muy claramente quién manda aquí, si los mercados o los Gobiernos, con el alemán a la cabeza.

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¿Logrará Merkel domesticar la animalidad de los mercados? ¿O se verá obligada a ceder ante sus exigencias antes de que sea demasiado tarde? Ya veremos. Pero mientras no consiga domarlos, proseguirá la continua deriva de la eurozona con rumbo hacia el colapso. Solo es cuestión de tiempo, y ya no queda demasiado antes de que se rompa la precaria unidad actual para estallar en un big bang. Un anticipo lo tenemos con ReinoUnido (y también la República Checa), que desde la cumbre de diciembre ha empezado a romper amarras para navegar con rumbo propio huyendo de la deriva europea. Y si las cosas continúan así, el actual matrimonio de conveniencia entre Merkel y Sarkozy también podría empezar a hacer agua, como augurio de su futura disolución conyugal. Todo a causa de la permanente obstinación de la canciller alemana por mantener a cualquier precio su independencia de los mercados (aunque bien es verdad que el coste de ese precio no lo pagan los alemanes, sino que lo sufragamos latinos y mediterráneos).

¿Cómo explicar tan teutona tozudez? La interpretación usual es atribuir la firme resistencia de Merkel a la obsesión alemana por rehuir cualquier posible repetición de la gran inflación que socavó el valor del marco alemán durante la República de Weimar, contribuyendo a preparar la llegada del III Reich. Este argumento histórico, que busca despertar los fantasmas del pasado remitiendo al Sonderweg (sendero especial) alemán, parece más una justificación emocional que una razón de peso, dada la remota improbabilidad de que la inflación amenace hoy al euro (más bien ocurre al revés). Otra explicación más plausible es atribuir la resistencia de la canciller al riesgo electoral de perder el poder, dado el populismo xenófobo de la prensa alemana, que se niega a solidarizarse con la deuda de los países mediterráneos (lo cual podría significar que no nos gobiernan los mercados, sino los medios informativos).

Y aún se alega otra razón, que explica la negativa alemana por el llamado riesgo moral que se correría si permitiésemos que los deudores se librasen, sin coste, de pagar sus deudas, pues eso les incentivaría para volver a incurrir en ellas. Pero este argumento de la intolerancia con la impunidad, con ser digno de consideración, tiene un punto débil, y es que solo se practica la intolerancia con los más pobres o los más débiles. Es verdad que los mediterráneos (griegos, italianos y españoles) solemos ser deudores impunes, pero también lo son los anglosajones (británicos y estadounidenses), sin que a Merkozy se les haya ocurrido ser intolerantes con ellos o reprocharles su impunidad. De modo que al parecer la intolerancia va por barrios, pues se tolera la impunidad de unos mientras se condena la de los otros. Lo cual implica una flagrante caída en la discriminación no digo que racial pero sí cultural.

¿Cultural o religiosa? Hablando de intolerancia o riesgo moral, enseguida vemos que se trata de un concepto de origen teológico, que alude al significado implícito de culpa y pecado. Y es que para la cultura judeocristiana, estar en deuda es sinónimo de ser pecador o culpable, según revela la versión clásica del padrenuestro: "Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Pero la cultura del perdón solo está vigente en los países católicos (aunque con la intolerante excepción de la santa Inquisición), no así en los protestantes, que parecen demasiados próximos a la ley del talión (como reza el título de Eastwood: Sin perdón). Y recuérdese que, para el luterano Weber, la ética protestante se identifica con el espíritu del capitalismo, que impone como imperativo moral el ascetismo intramundano.

Así regresamos a la austeridad impuesta por Merkel como política oficial de lucha contra la crisis. Una política que por ahora solo conduce a la eurozona hacia el colapso. Pero no importa, pues así lo exige la nueva máxima que parafrasea el axioma jurídico: "Fiat austeritas et pereat mundus" (hágase la austeridad aunque se hunda el mundo). Y a este paso, el mundo europeo perecerá sin remedio, fragmentado en las cuatro confesiones que lo componen: la calvinista o anglosajona, la luterana o germánica, la católica o latina y la ortodoxa o eslava. Lo cual vendría a significar que el proceso de secularización, profetizado por Weber, quedaba refutado. Y siendo así, ¿no deberíamos concluir que también habrá de refutarse su identificación del capitalismo con la austeridad? Eso fue lo que demostró Daniel Bell (puntal del pensamiento conservador) cuando rebatiendo a Weber lo identificó no con el ascetismo, sino con el consumo hedonista como motor de productividad. ¿Cuándo abjuraremos del falso ídolo de la sagrada austeridad?

Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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