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No disparen al pianista

A medida que la crisis económica se ha ido haciendo sentir en los hogares españoles, la gente parece que empieza a soportar de peor gana el optimismo del presidente del Gobierno. Y como el PSOE tiene en él a su mayor y casi único icono, el deterioro de la imagen del presidente ante la opinión pública empieza también a pasar factura a su partido en términos de expectativas electorales.

Sin embargo, los ciudadanos hacemos mal en tomarla con el presidente Zapatero, porque en el fondo el optimismo de éste (que ahora nos puede parecer algo fuera de lugar) no era sino el reflejo del optimismo e incluso de la euforia que reinaba antes de la crisis. Todos -políticos, una buena parte de los analistas económicos y los simples ciudadanos- habíamos interiorizado la prédica neo-liberal de que, gracias a las recetas mágicas de más mercado y menos Estado, y a la explosión de las nuevas tecnologías y los intercambios internacionales, nos aguardaba una etapa de ilimitada prosperidad libre de sobresaltos.

El deterioro de la imagen de Zapatero empieza a pasar factura al PSOE en su expectativa de voto
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Algunos dirán que, por provenir de la tradición socialdemócrata, Zapatero debería haber estado inmunizado frente a ese virus. Pero en esto también le sirve de excusa el vértigo que atenaza desde hace bastantes años a la socialdemocracia europea y le impide tomar distancias respecto al sistema económico en que vivimos. Por el contrario, en su condición de partido de gobierno, considera que es su deber instalarse plenamente en la lógica de aquél, sugiriendo a lo sumo retoques parciales de vez en cuando.

Sin embargo, es precisamente la lógica del conjunto la que ha aparecido en primer plano en la crisis actual. Por ejemplo, su propensión a generar desigualdades, cuyas nocivas consecuencias económicas (y no sólo sociales) estamos padeciendo con fenómenos como la explosiva expansión del crédito que propició la burbuja inmobiliaria.

La escasa atención que recibe otro problema estructural al que nos enfrentamos los españoles, como es el abultado y sostenido déficit comercial, también tiene que ver con la resignada aceptación de la lógica económica imperante (en este caso, la sacralización del libre comercio) que parece marcar a la socialdemocracia europea de nuestros días. Porque aunque es cierto que nuestra integración en la Unión Europea, hacia la que se dirigen grosso modo dos terceras partes de nuestros intercambios comerciales, impide la utilización de los instrumentos tradicionales de corrección del déficit (la devaluación de la moneda o las tarifas aduaneras) no por ello pueden dejarse de lado o aparcarse sus consecuencias.

Para decirlo gráficamente: el déficit comercial implica que nuestra economía, incapaz de exportar mercancías en la medida necesaria, se dedica en cambio, valga la metáfora, a exportar empleos. Si se nos permite un pequeño ejercicio numérico, un déficit comercial de 50.000 millones de dólares, con una productividad por persona ocupada de 40.000 dólares por año, significa que exportamos al año (o más bien que renunciamos a crear) del orden de 1.250.000 empleos. Por supuesto que se trata de un cálculo que sólo pretende dar una idea de las magnitudes en juego (aunque las cifras se han tomado de fuentes autorizadas; los 50.000 millones de déficit se habían superado ya en noviembre de 2009, según cifras del Ministerio de Industria, a pesar de que este año la crisis nos está permitiendo reducir el desequilibrio comercial en un 50%; la cifra de productividad es la que aparece en las estadísticas de la Organización Internacional del Trabajo para el año 2008).

Pocos piensan hoy que sea posible o conveniente un retorno a las estrategias de defensa de la producción nacional o el retorno al proteccionismo de los años treinta del siglo pasado. Pero entre eso y la elevación del librecambio a la condición de tabú religioso o la defensa a ultranza de la globalización sin cautelas hay un largo trecho. Como también lo hay para concluir que, en las actuales circunstancias, no hay nada que los gobiernos puedan hacer para hacer frente a este tipo de problemas. El manejo del sistema fiscal o la regulación bancaria son armas todavía en poder de los Estados nacionales y ambas han demostrado (sin ir más lejos en la crisis actual) que son eficaces para orientar, para bien o para mal, el flujo del crédito y el endeudamiento de las familias y por tanto la demanda.

Algunas ideas avanzadas por el presidente francés sobre la preferencia comunitaria o el ingenioso sistema de bonos -import certificates los llama él- propuesto por el financiero Warren Buffet en Estados Unidos, demuestran que hay muchas personas competentes convencidas de que, si no queremos que la recuperación, cuando llegue, sea una recuperación anémica en cuanto a la creación de puestos de trabajo, es preciso abordar de frente el problema de los desequilibrios comerciales.

Las circunstancias actuales han vuelto a poner sobre el tapete otros problemas de nuestro sistema económico de mayor calado aún que los que acabamos de mencionar, a pesar de la entidad de éstos. El más urgente, el de la necesidad de una mayor regulación, se ha planteado so

-bre todo en relación con el sistema financiero, por el papel central que éste ha tenido en la actual crisis y el volumen de los fondos públicos que ha sido preciso asignarle para evitar una crisis "sistémica" como ahora se dice. Pero el problema de la falta de control va mucho más allá del sector financiero.

Durante la mayor parte de su historia, la tarea de controlar el sistema capitalista había recaído, mal que bien, sobre los accionistas-propietarios, en el caso de las empresas, y sobre los Estados nacionales y sus instituciones (ministerios de Finanzas, sistema judicial, bancos centrales) para el conjunto de la economía. Sin embargo, a lo largo del siglo pasado y en especial durante sus dos últimas décadas ambos mecanismos de control se han debilitado y en algunos aspectos han desaparecido por completo.

Mucho se ha hablado de las limitaciones de los Estados nacionales para hacer frente a los flujos y tendencias de una economía globalizada. Aunque en ocasiones, como advertíamos más arriba, es una conveniente excusa para la inacción; como cuando recientemente la ministra Salgado manifestaba la imposibilidad de elevar la tributación de las rentas del capital con el argumento de que los capitales se mueven hoy por todo el mundo de modo instantáneo con un simple click.

Se habla menos, en cambio, de las consecuencias que tiene el debilitamiento y en algunos casos la desaparición del otro mecanismo de control con el que contaba nuestro sistema económico: el accionista-propietario. El fenómeno no es de hoy (los dos textos clásicos sobre la cuestión, el de Berle y Means -The Modern Corporation and Private Property- y el de Schumpeter -Capitalismo, Socialismo y Democracia- son, respectivamente, de 1933 y 1942), pero las condiciones actuales han acentuado enormemente las tendencias, que entonces se apuntaban, hacia la separación entre los accionistas y los managers o gestores de las empresas. Una separación que ha otorgado a estos últimos, debido a la dispersión y atomización del accionariado, un enorme margen de actuación, que se ha traducido en conductas literalmente irresponsables.

Como la opinión pública ha tenido ocasión de comprobar cuando han salido a la luz las millonarias primas y bonos de altos ejecutivos de empresas que, simultáneamente, estaban endosando fuertes pérdidas a sus accionistas y despidiendo a sus trabajadores.

Es difícil describir la situación de modo más elegante que como lo hizo Keynes en los años treinta del siglo pasado: "El divorcio entre la propiedad y la responsabilidad real de la gestión (de las empresas) es un problema serio en el interior de un país... (Porque) debido a la dispersión de la propiedad entre miles de individuos que compran su participación hoy para venderla mañana (éstos) carecen de conocimiento y de toda responsabilidad hacia lo que es momentáneamente suyo. Pero cuando el mismo principio se aplica a escala internacional resulta (sobre todo) en períodos de crisis, intolerable". Y concluía con este juicio lapidario: un sistema en el que no tengo responsabilidad sobre lo que me pertenece y los que manejan lo que me pertenece no responden ante mí no es inteligente, ni bonito, ni justo.

Mario Trinidad, ex diputado socialista, es escritor.

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