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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ni menos ni más

Andalucía no quiere ser menos que nadie, y por eso su Gobierno planteó una reforma de su Estatuto que no fuera inferior a la de ningún otro, en particular el catalán. Sin embargo, los andaluces se abstuvieron ayer mayoritariamente a la hora de ratificar las reformas inspiradas por ese principio. El voto favorable se aproxima al 90% de los emitidos, por lo que el nuevo Estatuto cuenta con una legitimidad incuestionable. Sin embargo, con una participación del 36%, el resultado supone un respaldo de apenas una cuarta parte de los seis millones de electores con derecho a voto. Ello constituye un evidente fracaso de la clase política andaluza.

Socialistas, populares e IU defendían el sí, y el Partido Andalucista, el no. Es cierto que, en ausencia de incertidumbre sobre el resultado (era impensable que ganara el no), la abstención puede considerarse una forma pasiva de adhesión a lo que vote la mayoría. Pero casi nadie esperaba una abstención tan alta (64%), sólo comparable a las de la ratificación del Estatuto de Galicia en diciembre de 1980 (71%). En sentido contrario, cabe destacar el hecho de que el texto propuesto a votación haya sido el resultado de un consenso muy trabajado. Hubo concesiones recíprocas y flexibilidad para que lo que había salido del Parlamento andaluz con un apoyo del 65% saliera de las Cortes sin ningún voto en contra. La hipótesis de que un sector del electorado habitual del PP, partido que siguió considerando innecesaria la reforma, haya optado por votar en contra o en blanco es verosímil (hay algo más del 12% de votos no y blancos, cuando los andalucistas sólo tuvieron el 6% en las últimas elecciones), pero indemostrable; y, en todo caso, no basta para explicar el resultado cuando tan sólo el PSOE tuvo en 2004 más del 50% de los votos.

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Es inevitable comparar el resultado de ayer con los de las dos consultas que dieron paso al Estatuto andaluz hasta ahora vigente: el referéndum sobre la iniciativa autonómica por la vía especial, celebrado el 28 de febrero de 1980 (con una participación del 64%), y el de ratificación del Estatuto, en 1981 (54%). Cierto es que entonces se trataba de fundar la autonomía (y de hacerlo en condiciones de igualdad con otras) y ahora de confirmar el statu quo, lo que es menos emocionante (y menos movilizador). Algo que ya se manifestó en la ratificación del Estatuto catalán con una participación inferior al 50%. Pero no puede ignorarse la falta de sintonía entre el énfasis de la clase política autonómica al reclamar más competencias y el aparente desinterés del público ante ese asunto.

El referéndum andaluz de 1980 sirvió para corregir el diseño que el partido entonces gobernante, UCD, quería dar al Estado autonómico: dos tipos de comunidades con diferente nivel competencial. El de las nacionalidades, Cataluña, País Vasco y Galicia, y el de las regiones, el resto. Al integrarse entre las autonomías de primera clase no por razones históricas o lingüísticas, sino por voluntad ciudadana, Andalucía abrió paso a una equiparación competencial básica de todas las comunidades. El intento de buscar nuevas vías de diferenciación presidió la iniciativa de reforma catalana; pero la reforma andaluza ha incorporado gran parte de las novedades catalanas (incluyendo bastantes de los artículos recurridos ante el Tribunal Constitucional por el PP y el Defensor del Pueblo). Ello augura una generalización de esas novedades en los demás estatutos, de lo que ya ha habido un adelanto en el tercero hasta ahora aprobado, el de Valencia.

Están por ver los efectos de ese mimetismo. La emulación en la ampliación de derechos sociales va en la buena dirección, y en la mala, la fijación de las inversiones del Estado en función de los criterios que sean más favorables a cada comunidad.

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