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Lo que enseña la historia

Europa acabó el siglo XX con una estabilidad y prosperidad sin precedentes. Atrás habían quedado las guerras, las dictaduras y los tiempos de odios, superados la mayoría de los conflictos étnicos y disputas territoriales que la habían conducido al abismo entre 1939 y 1945 y que reaparecieron en Bosnia y Kosovo en los años noventa. La consolidación de la democracia fue acompañada de notables avances económicos, derechos civiles y libertades. Los ciudadanos dejaron de estar discriminados por su raza, género o condición y disfrutaban de un amplio sistema de beneficios sociales. No era el paraíso, pero comparado con el pasado y con lo que se veía en otros continentes, muchos tenían la sensación de estar viviendo en el mejor de los mundos posibles.

La ultraderecha no es la causa de la crisis de la democracia, pero puede ser su principal beneficiaria

Todo parece estar cambiando en los últimos años. La crisis económica, con sus consecuencias sociales y psicológicas, está metiendo de lleno a las democracias en una grave crisis política. La crítica a los políticos y a la democracia gana terreno al calor de la crisis económica. Gradualmente, se está abriendo una sima entre los Gobiernos, incapaces de ofrecer salidas firmes a la crisis, y aquellos ciudadanos que más la sufren. La política se mueve hoy entre aguas turbulentas, agitadas por la corrupción, el enriquecimiento fácil y la ambición por el poder, mientras que el orden político que propició esa edad de oro de la democracia se resquebraja.

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Si la crisis económica, el paro y los recortes sociales no encuentran fin, los conflictos en torno a la distribución de la riqueza desafiarán a los Estados democráticos. Lo estamos viendo ya ahora: quienes realmente aumentan el poder en este escenario ya no son las instituciones políticas democráticas, nacionales o europeas, sino las agencias de calificación, los bancos y los especuladores, que tienen mucha más fuerza que los Parlamentos y que los órganos de representación de los ciudadanos.

Así puede germinar la semilla de la ultraderecha, en medio de la crisis económica, de la incompetencia de las autoridades establecidas para remediar los males de la sociedad, con la urgente necesidad por parte de los Gobiernos y Parlamentos democráticos de reestablecer la confianza en las instituciones. Las organizaciones ultraderechistas aprovecharán la ocasión para presentar la crisis como un resultado de la inutilidad del sistema democrático. Ya no necesitarán tomar el poder por procedimientos armados, como sucedió en los años veinte y treinta del pasado siglo. Bastarán algunas mentiras propagadas hasta la saciedad, unas cuantas maniobras políticas, e instalar en la opinión pública el miedo y la idea de que son las únicas que pueden arreglar los problemas, aportar seguridad frente al desorden.

Tampoco parece lo más probable que el crecimiento ultraderechista se manifieste hoy en forma de marea imparable, como lo hizo tras la I Guerra Mundial, pero la historia de aquel turbulento periodo nos ofrece enseñanzas inequívocas, que algunos ignoran o menosprecian y a otros muchos les resulta incómodo recordar.

Los partidos ultraderechistas y fascistas pasaron en poco tiempo de tener un arraigo modesto en la sociedad a convertirse en organizaciones gigantescas. Los primeros afiliados pudieron llegar a ellas atraídos por las ideas, las promesas o el activismo violento del movimiento, pero detrás de los millones de ciudadanos que acudieron tras la conquista del poder había consideraciones más pragmáticas sobre las ventajas políticas y sociales de dar ese paso. Se trató también de una movilización de los desafectos frente a los partidos ya establecidos, desacreditados por su asociación con la democracia y por su fracaso a la hora de poner remedios a sus quejas.

Para llegar al poder, o para conseguir sus objetivos, tuvieron que atraer, no obstante, a los sectores más conservadores y respetables de la sociedad. A los fascistas, nazis o ultraderechistas siempre les fue mejor, o tuvieron el camino más despejado, donde no había lealtades ideológicas u organizativas anteriores. Y una buena parte del atractivo que tuvieron se debió al rechazo a la "época obsoleta" del liberalismo y de la democracia y a la idea de que algún tipo de "nuevo orden" debía sustituir al parlamentarismo y a la política de partidos.

La ultraderecha no es en la actualidad la causa de la crisis de la democracia, pero puede ser su principal beneficiaria si se continúan alimentando las percepciones negativas sobre la política y los discursos sobre la necesidad de una autoridad fuerte. Los partidos democráticos de derecha, que hoy parecen tan inmunes a esos cantos de sirena, sentirán la presión de la retórica populista, de sus sectores políticos y medios de comunicación más radicales, que les marcarán la agenda política y les exigirán más poder para ellos y para los intereses que representan. La idealización y ensalzamiento de cualquier protesta frente a la inservible democracia darán gloria y prestigio a quienes hoy están prácticamente fuera del sistema. A no ser que los partidos políticos democráticos dejen de ser solo maquinarias para la distribución del poder, atiendan las necesidades de los ciudadanos, impongan el gobierno de la ley y de los derechos civiles y cierren las puertas a la intolerancia.

Julián Casanova es historiador, autor de Europa contra Europa, 1914-1945 (Editorial Critica).

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