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La episteme del regalo y El Corte Inglés

¿Es imaginable que una parte de la población viva las fechas navideñas sin pasar una sola vez por El Corte Inglés? Puede imaginarse pero no se concibe. La omnipresencia y hasta la omnisciencia de El Corte Inglés ha convertido a gran parte de este país en una tribu multiclase a la que pertenecen ya como afiliados con tarjeta unos diez millones de españoles. ¿Debe extrañar que la arquitectura de sus centros reproduzca la morfología de fortalezas esotéricas o naves espaciales que prometen el oro aquí o en el más allá excéntrico?

El Corte Inglés es popular pero es a la vez de condición populista que acoge tanto a la empleada o el funcionario como a la señora condesa. Funciona como una empresa privada, ¿pero quién duda de que forma parte de las vidas privadas con un sentido más cerca de lo institucional que de lo empresarial?

¿Será oficial, espiritual, El Corte Inglés? Merecería que lo fuera y cuesta trabajo creer que su espíritu pertenezca al capitalismo general. No obstante, casi cualquier asunto que afecte a El Corte Inglés afectaría a la economía puesto que no en vano se abastece de 26.000 fabricantes españoles y emplea a más de 95.000 personas entre fijos y temporales. Su peso bruto no acaba además en los millones de metros cuadrados que ocupa sino en la desbordante valoración de solares que genera en su entorno apenas brota la noticia de su llegada a un municipio.

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El Corte Inglés marca las ciudades y sus entornos, provoca caravanas de compradores desde cien kilómetros a la redonda, manda en los usos y costumbres, en los viajes, en los préstamos y en los sueños. Unos amigos en Cuba que departían con unas chicas recién conocidas se afanaban en piropearlas y ellas les atajaban diciendo: "Por favor, dejen eso. Háblennos de El Corte Inglés".

El Corte Inglés resulta prosaico si se escuchan sus mensajes radiofónicos o sus anuncios televisivos y sólo en un aspecto destaca como seña brillante en su contribución a la modernidad en este país. Se trata, efectivamente, del regalo, porque hace medio siglo, cuando aquí todavía se regalaba muy poco y en muy singulares ocasiones, El Corte Inglés decía insistentemente: "Practique la elegancia social del regalo".

Se regalaba entonces coincidiendo con la boda, la comunión o el cumpleaños pero ¿regalar de esa manera tan fina? Efectivamente, porque aunque se tratara de asumir un mensaje de aura poco conocida en la clase media, los consejos de El Corte Inglés nunca han caído en saco roto. Habla poco este centro oracular pero siempre lo hace en referencia a cuestiones prácticas y contenidos serios. De otro lado, El Corte Inglés constituyó la suprema parroquia de las ascendentes clases medias y simbólicamente actuaba como una sede de acogida para el inaugurado consumidor moderno.

Dentro de El Corte Inglés se encontraba prácticamente de todo y cualquier cliente sin idea precisa para regalar se sumergía confiado en su universo. "Tenemos un deseo para ti y para todos los tuyos" repite la empresa. El deseo más recóndito se hallará supuestamente allí, desde los calcetines al whisky y desde el televisor al juguete.

El Corte Inglés ha resuelto tantas urgencias y compromisos en su historia del regalo que de nuevo se trata menos de una tienda que de una institución de socorro, transformación y asistencia. Instancia central en la construcción, evolución y destrucción del regalo contemporáneo. Y, destacadamente, desde una Navidad a otra.

De hecho, una portentosa cantidad de regalos se realizan desde El Corte Inglés y siguiendo un circuito que ha cristalizado plenamente. El cliente sabe que El Corte Inglés le devolverá el importe de su compra y esta opción crucial ha penetrado en el sensible corazón del obsequio. Poco importa que el objeto elegido vaya o no a gustar, sea apropiado o un adefesio: en su interior posee el resorte para obtener el canje.

Todo individuo a quien se obsequia recibirá en adelante no un don especial que subraye su condición de sujeto pasivo, digno de un plus de bienestar, sino que, mediante la crítica posibilidad de canjear, se verá pronto impelido a la engorrosa y frecuente tarea de hacer lo necesario para librarse de la birria.

Con ello, aquella elegancia social que evocaba un quehacer armónico o seráfico se sustituye por la tosca maniobra de endosar al otro cualquier cosa, sin importar demasiado el qué y buscando saldar siempre el dictamen del regalo. De este modo, el gesto de regalar que usualmente rezumaría amor se trasforma en un embate implícito, fácil de percibir en el desencajado rostro del eventual receptor seguro de hallar tras el envoltorio una inconveniencia palmaria y verse abocado después al calvario de las devoluciones o el proceso de endoso.

Del que regala en estas fechas no podrá esperarse, por tanto, que demuestre su amor al otro sino la defensa de su tiempo escaso través del más fácil, accesible o irreflexivo de los obsequios. No es al prójimo a quien se intentará procurar cierta felicidad pero tampoco realmente a uno mismo.

Uno y otro, actuando aquí o allá como sujetos que regalan, tienden de reducir al mínimo la energía empleada y su fastidiosa secreción altruista. Todos se regalan a todos en la suprema consumación de la utopía proyectada por El Corte Inglés hace medio siglo, pero este paraíso de la ofrenda elegante no aparece ya, como sería esperable, multiplicando la autoestima de quien da y de quien recibe sino perjudicando definitivamente a ambos en una secreta relación de rencores.

El agasajo se asemeja menos así al alborozo o al homenaje que a una tajante liquidación de arduos compromisos y, de paso, a la anulación del gesto ilusionado de aquel que, como acreedor, espera recibir de nuestra exigente culpabilidad algún provecho.

El Corte Inglés, fuente ubérrima de luces y objetos, se transmuta de este modo en el supertemplo expiatorio de la Navidad. Dentro de sus muros la población cumple el ejercicio de compras, devoluciones y canjes sin fin en una ceremonia de exterminación mutua y masiva. Una escabechina supersocial basada paradójicamente en la navideña exigencia letal del regalo y entre el glorioso ámbito de los 15.000 millones de euros de facturación anual de El Corte Inglés.

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