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La espesa cohesión de un cenagal

El Ayuntamiento de Barcelona, por empresa intermedia, ha vetado una publicidad de una sentencia del Tribunal Supremo que reconoce el derecho a elegir la lengua en la primera enseñanza. En una autonomía que gasta una fortuna en política -y penalización- lingüística y otra en propaganda de esa política, una mención a una sentencia judicial se considera "polémica".

El argumento, el habitual: se crea un conflicto donde no lo hay. La prueba de que no hay conflicto es que nadie se queja, se dice. Así de claro, así de cínico. Las quejas se acallan diciendo que no hay quejas y, por si acaso, se impide la expresión de las quejas. Se confunde, interesadamente, el problema con su denuncia. Como si al que critica una guerra le acusarán de provocarla.

El 53,5% de los catalanes tiene el castellano como lengua materna; en el Parlament, el 7,1%
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Cuando se estira el hilo del conflicto siempre se llega al mismo ovillo: la cohesión. Montilla lo acaba de repetir: "La lengua propia es un factor de integración y cohesión (...), con la convivencia civil, con la lengua, no se puede jugar". Por si no estuviese claro el mensaje y el destinatario, precisa que la jurisdicción del Constitucional no alcanza a Cataluña: "Nuestro país no aceptará que se le imponga, desde fuera, una confrontación lingüística". El conflicto parece importarle poco al otro lado del Ebro. El socialismo catalán maneja principios de alcance limitado.

A mí, la cohesión no me parece el acabose. Pero tampoco me extraña que los políticos, incluso aquellos que vetean sus discursos con las bondades de la diversidad, la invoquen. Lo que me extraña es la conclusión. Porque si nos atenemos a "la integración y la cohesión", la lengua a defender debería ser el castellano, la lengua común y de la mayoría de los catalanes, la de los vecinos y la de la mayor parte de los trabajadores emigrantes. En la enseñanza, desde luego. No lo digo yo, sino un refinado pensador elogiado por los nacionalistas, Kymlicka: "La educación pública estandarizada en un mismo idioma (el de la mayoría) se ha considerado esencial si se quiere que todos los ciudadanos tengan iguales oportunidades laborales".

Yo, por supuesto, no sostengo lo anterior. Creo que hay otros principios a ponderar. Sólo digo que si lo que importa es la cohesión, hay que hacer lo contrario de lo que se hace.

No es excepcional la manipulación. Hay otra que atañe a algo más importante: la igualdad. Cuando se sostiene que, en aras de la igualdad, hay que tomar medidas de discriminación positiva en favor de la "lengua minoritaria", en un solo movimiento, se dan dos trucos. El primero: la igualdad -y, por ende, la discriminación- atañe a los individuos. Las lenguas no sufren ni tienen derechos. Tampoco se discriminan. Se discrimina a los hablantes o, en general, a quien se impide el acceso a ciertas posiciones en razón de criterios injustificados: sexuales, raciales o religiosos. En tales casos, la igualdad reclama eliminar las barreras, no entrenar a los ciudadanos a saltarlas. Lo que a nadie se le ocurre es imponer conversiones o cambios de sexo en masa para que estemos en "igualdad de condiciones".

En el caso de la lengua, si hay una común, el problema está resuelto. Con la lengua de todos, nadie se excluye. La exigencia de otra necesita justificación y siempre deja a alguien fuera de juego. Es lo que sucede cuando la "lengua propia" oficia como barrera laboral. Los españoles con "lengua propia" juegan con ventaja: participan en dos ligas, la privada y la de todos. No extrañe que las comunidades "sin identidad" se la inventen. Si no pueden proceder por lo derecho, contra las barreras de los otros, por lo torcido, con las propias. A la igualdad por la discriminación.

Algunos nacionalistas, en nombre de la igualdad de las lenguas, proponen que todas sean oficiales en todo el territorio. Es otro modo de conseguir la igualdad: todos aprendemos todas y las podemos utilizar en todas partes. Todos nos entrenaríamos para saltar todas las barreras. Eso sí, en Europa, con más de 225 lenguas, pasar del primer curso sería cosa de portentos.

El segundo truco: la discriminación positiva no está pensada para resolver la desigualdad entre minorías y mayorías, sino entre desprotegidos y poderosos. Los ricos, que no son muchos, no parecen necesitarla. Las mujeres, sí. La razón: su presencia política está lejos de corresponderse con su presencia demográfica.

Y ahora, las cuentas. Mientras el 53,5% de los catalanes tienen el castellano como lengua materna, en el Parlament, hace no tanto, la cifra se quedaba en el 7,1%. El reflejo en la agenda política nos atosiga, aburre y cuesta dinero. Desde luego, la aplicación de la discriminación positiva cambiaría el cuadro.

Los principios, como se ve, trucados. Lo que importa es otra cosa. Asoma sin pudor en la nueva Ley de Educación, que busca educar en el "sentimiento de pertenencia como miembros de la nación catalana". Vamos, la Formación de Espíritu Nacional. Eso lo justifica todo y a su servicio, lo que haga falta. Con los nacionalistas hace tiempo que uno aprendió a ser un encajador. Un aprendizaje modesto pero absorbente, ya se sabe. Qué le vamos a hacer. Pase con que nos intenten joder la vida, pero, por pavor, que no nos ensucien los principios.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.

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