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La feria de las vanidades de la globalización

En estos días se lleva a cabo la actividad más esperada de la era de la globalización: el Foro Económico Mundial de Davos. Una pasarela que no debe perderse cualquiera que sea alguien en la aldea global, desde los cantantes de rock como Bono hasta las estrellas de Hollywood, desde los creadores de los motores de búsqueda en Internet hasta los banqueros de renombre. Durante la guerra fría, en cambio, el Foro era una cosa muy distinta.

La primera vez que participé en Davos fue en 1981. Fui en coche con mi jefe, el director del Banco Nacional de Hungría. Salimos de Budapest bajo una tormenta de nieve en un Lada azul oscuro, uno de aquellos automóviles que los rusos sólo daban a los cargos del partido; atravesamos la frontera con Austria y los Alpes sin dejar de hablar de economía y mercado. Como es natural, viajábamos de incógnito, no formábamos parte de ninguna delegación, y nuestros nombres no figuraban en la lista de participantes. Nos habían invitado varios banqueros alemanes que habían sufragado el viaje y el alojamiento, porque nuestros salarios "comunistas" no nos habrían permitido jamás emprender aquella aventura. Sin embargo, todo el mundo sabía quiénes éramos. Por otra parte, los participantes eran muy pocos, así que, al cabo de 24 horas, nos conocíamos todos.

En los cócteles del Foro de Davos de hace un año nadie previó el caos y la recesión que vivimos
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Los VIP se mueven escoltados por enjambres de guardaespaldas

Fueron tres días de frío gélido y nevadas históricas, recuerdo que teníamos constantemente los zapatos mojados y la nariz helada, pero las condiciones climáticas no mermaban nuestro entusiasmo mientras dedicábamos horas y horas a debatir modelos econométricos, fórmulas y ecuaciones para convertir el florín húngaro a las monedas europeas. En los pequeños restaurantes de Davos comíamos asado por lo menos una vez al día y bebíamos cerveza sobre manteles a cuadros, nada de vino ni cócteles elaborados, y muchas veces nos quedábamos discutiendo hasta el amanecer, cuando nos íbamos por fin a dormir mientras digeríamos fórmulas y ecuaciones.

Nuestra misión era averiguar si el proyecto en el que estábamos trabajando desde hacía por lo menos un año era factible: si era posible convertir la moneda de un país comunista en el mercado monetario capitalista. Era una empresa a la que nadie se había atrevido hasta ese momento, pero estábamos convencidos de que merecía la pena intentarlo.

Volvimos a casa con una nueva carga de entusiasmo, montones de notas, tarjetas de visita y un larguísimo calendario de reuniones oficiales. Visto en retrospectiva, aquel viaje fue un paso importante en el proceso de aproximación de la economía comunista a la capitalista y sirvió para fraguar relaciones que en 1989, cuando cayó el muro de Berlín, desempeñaron un papel importante en la transición de Hungría hacia la economía de mercado.La segunda vez que fui a Davos fue en 2005, pero esta vez lo hice como esquiadora, no como economista, y confieso que me divertí muchísimo. Mientras grupos de manifestantes a favor y en contra de la globalización, con sus vestimentas de alta montaña a la última moda, paladeaban tazas de humeante chocolate entre insulto e insulto, y banqueros de mediana edad cortejaban a Sharon Stone tras los cristales de bares elegantísimos, yo estaba prácticamente sola en las pistas. Desde los remontes, no podía dejar de pensar que aquel Davos tan moderno parecía la feria de las vanidades de los rostros más famosos de la globalización. Para que a uno lo inviten a Davos no hace falta trabajar en el sector de la economía ni de la innovación tecnológica, sino ser famoso por algún motivo. En 2003, la prestigiosa revista allí editada pidió a Toni Negri, el ex líder de Autonomía, el grupo armado italiano que durante los años setenta aterrorizó a todo el país, que escribiera un artículo contra la globalización. Si alguien pudiera convencer a Bin Laden de intervenir en una videoconferencia, seguramente decidiría hacerlo durante el Foro de Davos.

Según dicen los organizadores, el espíritu de esta reunión no ha cambiado con los años. Fundado en 1971 por Klaus Schwab, un profesor alemán con sendos doctorados en ingeniería y economía, el Foro pretende ser un lugar de encuentro para el mundo de los negocios. En 1981, el frenético intercambio de fórmulas entre los banqueros alemanes y nosotros no era más que una manera de iniciar contactos que luego se prolongarían en los negocios. Y fueron unos contactos que resultaron muy útiles. Lo que ha cambiado desde entonces es el mundo en el que vivimos.

Hoy, los VIP llegan en helicóptero y se mueven por este pueblo de los Alpes escoltados por enjambres de guardaespaldas. La globalización ha hecho que el lugar de encuentro anual haya dejado de ser un puñado de mentes innovadoras que hablaban del futuro de la economía mundial, que se dedicaban a cotejar y comprobar ideas revolucionarias, para convertirse en el supermercado de los rostros famosos. Los antiglobalizadores que durante el día se manifiestan en la nieve delante de McDonald's se reencuentran, por la noche, en los cócteles patrocinados por los partidarios de la globalización, es decir, las industrias farmacéuticas o las grandes cadenas de alimentación. Y a quien diga que eso es una contradicción, los organizadores del Foro le responden que Davos quiere ser el espejo del mundo.

Entre las iniciativas que confirman esta visión tan ambiciosa está un concurso en YouTube, en el que se invita a los participantes a enviar un vídeo con las respuestas a cuatro preguntas clave, sobre el estado de la economía, la recuperación económica, las previsiones sobre el Gobierno de Obama y la ética en los negocios. Los mejores vídeos se proyectarán durante la asamblea de Davos y el vencedor recibirá una invitación para participar en el Foro.

En 1981 no existía Internet, pero el mundo sabía bien en qué dirección avanzar, pese a que la economía sufría todavía las calenturas del aumento de los precios del petróleo debido a la revolución iraní, y aunque la inflación galopante no acertaba a detenerse. El Foro y Occidente se proyectaban hacia el futuro, la guerra fría se encontraba en las últimas y las finanzas y la economía ya habían empezado a horadar el muro que separaba el Este del Oeste.

En los últimos 10 años, el mundo no ha hecho más que felicitarse porque no sabe muy bien hacia dónde ir y la globalización se ha mostrado incapaz de mirar hacia el futuro, ha resultado ser no un punto de partida, sino una meta. Y Davos ha degenerado en una feria de las vanidades. Como es natural, nadie se ha dado cuenta, porque todos somos víctimas de la misma embriaguez. Por suerte, el mundo está cambiando, aunque el motivo de esa revolución sea una crisis económica extraordinaria, que quizá no tenga nada que envidiar a la Gran Depresión.

Si el Foro Económico Mundial no es verdaderamente más que una instantánea de la aldea global, Davos, este año, no se convertirá en la última versión del Gran Hermano, en la que los súper ricos de la globalización se relacionan unos con otros en las salas iluminadas de un hotel de cinco estrellas, ante los ojos pasmados del mundo entero. George Soros y Jane Fonda no discutirán sobre la política exterior de Barack Obama, los chicos de Google no intercambiarán ideas sobre el futuro de la empresa con Angelina Jolie. En este año de profunda recesión y caos económico, que nadie había previsto durante las conferencias, las reuniones, las fiestas y los cócteles del Foro de hace 12 meses, Davos ofrecerá al mundo un tropel de ideas a menudo incoherentes entre sí, porque nadie, ni los gobiernos, ni los mercados, ni los economistas ni los políticos, sabe de verdad qué hacer. En los últimos años se han visto demasiado obligados a socializar con el mundo de los ricos y los famosos para poder prestar atención al futuro de la economía.

Pero el año que viene y el de después volverán a Davos las mentes del futuro, los supervivientes de la crisis crediticia, y los actores, cantantes, cocineros y peluqueros de moda se quedarán en casa preparándose para otra feria de las vanidades: la noche de los Oscar.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Loretta Napoleoni es economista italiana, autora de Economía canalla.

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