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Reportaje:OPINIÓN

Un galardón para dos antinazis

El reconocido Premio Scopus, que concede la Universidad Hebraica de Jerusalén, ha sido otorgado en esta edición a Beate y Serge Klarsfeld, dos combativos guerrilleros en busca de la verdad

Este año, me ha correspondido el privilegio de entregar, junto a Philippe Labro, el prestigioso Premio Scopus de la Universidad Hebraica de Jerusalén a los dos cazanazis franceses Beate y Serge Klarsfeld.

Lo primero que me viene a la mente al evocar el itinerario de los Klarsfeld es su notable soledad. Siendo tan célebres como sin duda son, esto puede parecer extraño. Sin embargo, es la realidad. Como Claude Lanzmann durante los años de realización de Soah, su obra maestra, como Raoul Hilberg, que invirtió décadas en imponer su monumental Destrucción de los judíos europeos, todo lo que han hecho los Klarsfeld, lo han hecho solos, es decir, contra todos. Recuerdo mi primer encuentro con Beate. Fue en 1972. Philippe Tesson me había encargado una semblanza suya para el diario parisiense Combat. Beate ya tenía en su haber la bofetada al canciller Kiesinger, la ley que permitía juzgar en Alemania a los nazis condenados en Francia, y tantas otras cosas. Pero para todo eso, para mover todas las montañas que ya había movido, había tropezado en su camino con los sujetos a los que perseguía; con los Estados a los que provocaba; con las instituciones, incluidas las judías, a las que incomodaba. Los Klarsfeld eran una institución en sí mismos. Pero estaban -acaso lo sigan estando- terrible, a veces, desesperadamente solos.

Los Klarsfeld, una institución en sí mismos, estaban -acaso lo sigan estando- desesperadamente solos
Saben que hay crímenes tan monstruosamente inhumanos que ningún juicio humano podrá calibrarlos ni repararlos

¿Qué hacer cuando uno está solo y tiene, como Lanzmann, como Hilberg, una montaña que mover? Pues, bien, valerse de la astucia. Inventar estratagemas. Recurrir a la disuasión del más fuerte, que es la estrategia de la guerra de guerrillas. Es lo segundo que llama la atención en los Klarsfeld: son guerrilleros. Se comportan, siempre se han comportado, como activistas del antinazismo. Creen, siempre han creído, que todos los medios son buenos, todos, cuando se trata de librar la batalla de la memoria. ¿Todos los medios? El secuestro, en el caso Barbie. La mistificación, en el caso, tan divertido, del comunicado falso anunciando -¿cómo hubiera podido desmentirlo el interesado?- que François Mitterrand renunciaba a poner flores en la tumba del mariscal Pétain. Las alianzas tácticas extrañas, en otras ocasiones. Por no hablar de la declaración en la que Serge Klarsfeld confesaba que no lloraría si un día llegaba a saber que Aloïs Brunner no había muerto de muerte natural. Para los Klarsfeld, la memoria es la guerra.

¿Una guerra en favor de qué? Ésa es la otra pregunta. Y la respuesta no es, una vez más, tan sencilla como parece. En principio, claro está, del Derecho; pero los Klarsfeld siempre han mantenido que no les gusta demasiado el Derecho como tal. O de la Justicia; pero los Klarsfeld saben que hay crímenes tan monstruosamente inhumanos que ningún juicio humano podrá calibrarlos ni repararlos nunca. E incluso, de la Moral; pero los Klarsfeld son demasiado fríos, demasiado combativos aún, para perder el tiempo sermoneando a los Barbie, los Papon o los Touvier, que, como ha señalado a menudo Arno Klarsfeld, el hijo de Beate y Serge, nunca han manifestado el menor arrepentimiento ni remordimiento. No. El verdadero combate de los Klarsfeld no es ni el Derecho, ni la Justicia, ni la Moral, sino la Verdad. Esa inyección de verdad de la que un gran escritor francés, Louis-Ferdinand Céline, dijo, en 1933, en su homenaje a Zola, que es el único antídoto serio contra las dictaduras. Esa inyección de verdad de la que, yendo aún más allá, Sigmund Freud diría, algunos años más tarde, que es la condición sine qua non de la civilización.

Y llegamos a lo esencial: ese momento, el más perturbador en la aventura de los Klarsfeld, en el que se percatan de que no sirve de nada perseguir a los verdugos si no se toma en cuenta a sus víctimas y en el que, en consecuencia, acometen la obra magna de su vida: la construcción, en su doble versión de piedra y papel, del Memorial de la deportación de los judíos de Francia. Maravilla de esta vida de hombre habitado por los muertos, que dialoga con ellos en secreto y que, como Solal, el protagonista de Bella del Señor, la novela de Albert Cohen, lleva una especie de doble vida: de día, con los poderosos, los príncipes de los gentiles; de noche, con las sombras, los fantasmas, los niños que nunca crecieron, las almas escapadas del limbo. Y maravilla de ese gesto de enumeración que revive, tal vez sin saberlo, el gesto judío más antiguo, el de El libro de los Números, que no era sino una larga enumeración de nombres; el del Éxodo, cuyo verdadero título, en hebreo, era Nombres; e incluso el de Franz Kafka, que, cuando un joven músico vino a anunciarle su intención de escribir un drama judío centrado en la masa judía anónima, exclamó: "¡No, infeliz! El judaísmo está en el nombre; sin el acto de nombrar y de contar bien los nombres, no quedaría nada de él".

Yo voy a terminar pronunciando el de otro laureado del Premio Scopus. Otro hijo de deportados, que hubiera podido ser una de esas sombras piadosamente archivadas por ese hombre-tumba en el que se ha convertido Klarsfeld. Pero este laureado nunca ha podido ser de los nuestros, pues vive atrapado dentro de una de esas sombrías historias que hubiera podido imaginar, precisamente, Franz Kafka, y cuya existencia parece destinada a terminar como empezó: acosada, encerrada. Me refiero al laureado de la edición 2003 del Premio Scopus, e invito a los responsables de la Universidad Hebraica de Jerusalén a recordar que, evidentemente, sus virtudes, esas que, hace seis años, los animaron a honrarlo, siguen intactas. Se llama Roman Polanski.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva

Beate Klarsfeld, junto a su marido Serge, a su llegada al Palacio del Elíseo, en París, en marzo de 2008.
Beate Klarsfeld, junto a su marido Serge, a su llegada al Palacio del Elíseo, en París, en marzo de 2008.REUTERS

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