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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El gesto de Lubna

La periodista sudanesa abre brecha en la lucha contra las vejaciones del integrismo musulmán

La periodista sudanesa Lubna Husein ha conseguido poner contra las cuerdas al Gobierno de su país en su práctica de azotar a las mujeres como castigo por infringir una norma del Código Penal que exige "vestir de manera decente". Por descontado, la decisión sobre lo que es o no "decente" y, por tanto, a quién se aplica esa norma, que lo mismo podría servir para los hombres que para las mujeres, queda al libre arbitrio de la policía y de los jueces del país africano.

Husein, que trabajaba para la delegación de la ONU en Sudán, fue detenida junto a otras 13 mujeres por llevar pantalones y condenada a recibir 20 latigazos. La sentencia fue ejecutada en casi todos los casos, pero ella prefirió pleitear para llevar hasta sus últimas consecuencias la denuncia contra una práctica inhumana y discriminatoria para las mujeres, ejecutada por una policía especial del régimen militar de Omar el Bashir, el verdugo de Darfur, en el poder desde 1989. La periodista renunció a la inmunidad que le ofrecía su condición de empleada de la ONU, rechazó la conmutación de los azotes y sólo ha salido de la cárcel porque el progubernamental sindicato de periodistas pagó su multa a fin de evitar el escándalo.

El gesto de Lubna Husein, que ayer declaraba a este periódico que seguirá llevando pantalones a diario, no puede pasar desapercibido y merece el más firme apoyo internacional. Su lucha es la de cada mujer en parecidas circunstancias. Entre otras razones porque ha puesto al descubierto el mecanismo del que se valen los Gobiernos dictatoriales de países donde el credo musulmán es mayoritario para justificar la represión. La periodista musulmana ha señalado que la norma brutal por la que ha sido condenada no procede de un texto religioso ni de una costumbre atávica, sino de una ley penal contemporánea y aprobada por un régimen integrista que, además de someter y humillar a las mujeres, sojuzga a la totalidad de la población.

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El caso y la forma en que Husein lo ha planteado viene a recordar que son los autócratas los que, como en Sudán -donde rige conflictivamente la sharía desde 1983-, se esconden detrás de la religión o las tradiciones, siempre interpretadas a conveniencia y con el aval de alguna complaciente jerarquía de la fe, para dictar leyes y crear policías especiales. El ensañamiento en impedir que las personas vistan según sus preferencias, en especial entre las mujeres, es un simple recordatorio ejemplarizante de que otras libertades, como la de elegir al propio Gobierno, están cercenadas de raíz.

Al declararse musulmana y reivindicar algo tan básico como escoger su indumentaria, Husein ha marcado implícitamente el terreno al aislado Gobierno sudanés. Pero también por extensión a muchos otros de países donde el credo mayoritario es el musulmán: no es de escuelas de interpretación religiosa de lo que urge hablar como ciudadanos, sino de derechos y libertades civiles.

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