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El gran entuerto de la expulsión de los moriscos

Los españoles hemos estado desorientados durante siglos acerca de la expulsión de los moriscos en 1609, presentada como necesaria medida de protección, tanto política como religiosa, contra una minoría desleal y apóstata. Don Antonio Cánovas del Castillo la consideraba tan necesaria que, según decía, de no realizarse a comienzos del siglo XVII habría sido preciso hacerla en el siglo XIX, dando a entender que la habría hecho él.

Hoy sabemos que semejante concepto procede de una campaña lanzada desde el poder para contrarrestar el estupor suscitado en toda la Monarquía por el hecho sin precedente del desarraigo de todo un pueblo bautizado por un país católico.

La idea del gran exilio, lanzada desde muy atrás, venía siendo rechazada como moralmente condenable, además de ruinosa, y Felipe II se negó siempre a su ejecución. El duque de Lerma, don Francisco Gómez de Sandoval, valido todopoderoso de Felipe III, fracasó en su intento de recabar el apoyo de la Inquisición, así como el del pontífice Pablo V, a quien se mantuvo ignorante del decreto hasta el último instante.

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España tiene una deuda de honor con los descendientes de los compatriotas expulsados en 1609

El reino de Valencia, que en ello se jugaba su futuro económico y especialmente el de su nobleza territorial, tropezó contra una muralla en su protesta. Aunque con miras interesadas, los titulares de señoríos, actuando en complicidad, lograron evitar la salida de muchos, y la ley, decidida en 1602 por el Consejo de Estado, conoció una historia de intensos vaivenes políticos hasta su promulgación en 1609.

Los moriscos, forzados por medio de la violencia a la conversión al cristianismo y nunca adoctrinados de un modo viable, eran desde luego un serio problema, pero aun así conocían un proceso de asimilación y (lo más esencial) no podían ser privados, en cuanto nacidos españoles, a la habitación (como entonces decían) sin previa figura de juicio. Los moriscos no eran (como los judíos) mera propiedad privada de los reyes cristianos. Por el contrario, poseían estatuto de naturales o "ciudadanos", según la doctrina de Pedro de Valencia.

Existía una franja de fanática inquina contra los moriscos, y el influyente patriarca de Valencia José de Ribera (hoy canonizado) abogó toda su vida por la expulsión. Pero se daba también una amplia gama de opinión moderada, favorable a la catequesis y la convivencia, que perduró hasta el último día. Su voz más autorizada fue el cronista real Pedro de Valencia, de inmenso y justificado prestigio, que escribía en 1608 para el confesor del soberano su Tratado acerca de los moriscos de España, sin duda la pieza más importante en torno a un siglo de debate. Su tesis de rechazo de toda violenta solución final del problema morisco (incluyendo la expulsión), que tal vez sorprenda hoy a muchos, es clara y tajante: lo que se halla en juego no es el destino de una minoría, sino la decisión acerca de si España podrá seguir llamándose una nación cristiana. El susodicho tratado, largamente leído en copias privadas, no ha visto la letra impresa hasta 1997.

Cervantes manifestó, conmovido, su condena con las maravillosas páginas dedicadas en El Quijote a la figura del morisco Ricote, verdadero monumento de patriotismo y de cristianos sentimientos. El gran desarraigo fue visto en todas partes como un acto bárbaro e impolítico y el destino de aquel pueblo no pudo ser más desdichado. Se calcula que costó la vida de un tercio de su demografía y lo más triste fue que en la mayor parte del mundo islámico fueron acogidos con desconfianza, en cuanto españoles y en cuanto bautizados. La relativa excepción fue la regencia turca de Túnez, donde su impronta de "andaluces" se reconoce hasta hoy detrás de cuanto suena a moderno, lo mismo que en los recuerdos materiales del valle del Guadalquivir o de la serranía de Ronda.

No tuvieron la misma suerte los expulsados moriscos de Hornachos en el dominio jerifiano-magrebí, donde llegaron a fundar una especie de republica independiente en Salé. Se ofrecieron incluso a negociar su vuelta a España "como cristianos" bajo la única garantía de no ser molestados por la Inquisición.

Si los valencianos aceptaron el traslado a Berbería, muchos de otras procedencias prefirieron acceder en privado al mundo cristiano por Francia, a través de un control situado en Burgos, que es lo que hizo el buen Ricote. Los de Castilla, Andalucía y Murcia fueron embarcados para Francia e Italia. Y al final resultó exacto el hosco vaticinio del patriarca Ribera: "Los moriscos se disolverán como la sal en el agua". Así ha sido.

España tiene, ante el mundo y ante los actuales descendientes de aquella compatriota cepa, una deuda de honor y de justicia conculcada.

No se trata de un regalo, de una lisonja ni de ningún oportunismo. Es asumir una responsabilidad histórica en modesto reconocimiento de nada más que el cuique suum, en desfacimiento de un gran entuerto, cuya negativa sombra pesa aún sobre nosotros.

Francisco Márquez Villanueva es catedrático emérito de Literatura de la Universidad de Harvard.

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