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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La guerra de Cheney

La investigación sobre la matanza de talibanes destapa la sucia política antiterrorista de Bush

El presidente Obama ha ordenado abrir una investigación sobre la matanza de centenares de presos talibanes en la que la Administración Bush podría tener al menos responsabilidades indirectas. Los hechos ocurrieron en Afganistán en 2001, y habrían sido perpetrados por un señor de la guerra, Abdul Rashid Dostum, que abandonó su alianza con los soviéticos para pasarse a las filas norteamericanas tras los atentados del 11 de septiembre. Dostum estaba encargado de trasladar a los presos desde Konduz, en el norte del país, hasta una cárcel próxima a Mazar-i-Sharif. Hay testigos que aseguran haber visto a las fuerzas de Dostum quemando cadáveres e, incluso, una ONG estadounidense denunció la existencia de al menos una fosa común. Mientras que el general Tommy Franks, comandante de las fuerzas norteamericanas en Afganistán, apoyó una investigación, el Gobierno de Bush habría impedido que se llevara a cabo.

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Estas revelaciones sobre la presunta matanza de talibanes y sobre los intentos de la Casa Blanca por impedir la investigación llegan después de conocerse que el vicepresidente Cheney, uno de los máximos responsables de la "guerra contra el terror", ordenó ocultar al Congreso un plan antiterrorista, contraviniendo la ley. La Administración y las agencias federales de seguridad e inteligencia parecen abocadas a enfrentarse con su reciente pasado. La razón es que la lucha contra el terrorismo dirigida desde la Casa Blanca durante los mandatos de Bush no fue sólo una estrategia políticamente equivocada, sino que, según ha empezado a desvelarse, pudo incurrir en graves delitos.

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La situación no es fácil de gestionar para Obama, a quien los nuevos detalles sobre una presunta guerra sucia contra los talibanes han obligado a revisar la actitud inicial desde la que pretendió abordar la herencia de ocho años de fanatismo neoconservador. Una cosa es que, recién llegado a la Casa Blanca, Obama se comprometiera a mirar al futuro desde el punto de vista político y otra que, desde el punto de vista jurídico, pueda o deba impedir el esclarecimiento de unos hechos de los que eventualmente llegarán a entender los tribunales de justicia. El problema no reside tanto en qué hacer con los estrategas gubernamentales que estaban detrás de estas acciones, entre los que el ex vicepresidente Cheney ocupa un papel destacado, cuanto en determinar hasta dónde se extienden las responsabilidades.

Si las revelaciones sobre la matanza de talibanes y la actitud de la Administración de Bush se confirman, los ocho años de neoconservadurismo en la Casa Blanca tendrán que ser enjuiciados de manera diferente. No se trata de que Bush y su equipo cometieran excesos arrastrados por la perentoriedad de la lucha antiterrorista, sino de que el riesgo de involución fue muy real. Para pervertir el sistema democrático como intentaron los neoconservadores bastaba con tener pocos escrúpulos; para reparar sus destrozos Obama tiene ante sí un largo y dificultoso camino.

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