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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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¿Qué hacer con el poder judicial?

Tras casi 30 años de funcionamiento, el Consejo General del Poder Judicial crea más problemas de los que resuelve. No sería absurdo suprimirlo y devolver sus competencias administrativas al Ministerio de Justicia.

Lleva casi treinta años funcionando y cada vez está más empantanado por efecto de su propia dinámica. Es una de las instituciones más patentemente cortocircuitadas en el sistema político español. Se supone que forma parte del sistema de checks and balances (contrapoderes institucionales) cuya misión es estabilizar ese sistema, pero a la hora de la verdad funciona más como un elemento de desequilibrio, como una manzana de la discordia. Quien debería ser el guardián de las reglas ha devenido en ser sólo uno de los jugadores del rabioso partido. Me refiero al Consejo General del Poder Judicial, el órgano del autogobierno de los jueces, al que el tironeo desabrido entre intereses políticos ha reducido a una caricatura de lo que debería ser un ente democrático y políticamente responsable. Tanto que me atrevo a sugerir una alternativa que a primera vista puede parecer absurda: la de suprimirlo. La de abandonar de una vez por todas la piadosa aspiración de regular adecuadamente su elección, composición y funcionamiento, y, en su lugar, tirar por la calle de en medio: hacerlo desaparecer y devolver sus competencias al Gobierno, al Ministerio de Justicia.

Con el autogobierno judicial se alumbró un poder que no rinde cuentas ante nadie
El CGPJ es un órgano colectivo de escasa transparencia y altamente politizado
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Esta idea no pretende ser una desabrida boutade, menos aún una falta de respeto para los jueces, sino que se funda en algunos sólidos argumentos. Tiene en su contra, desde luego, la fuerza inercial de toda burocracia y también la pereza política. Pero considero que hay razones de peso para que esta idea sea, por lo menos, considerada.

Para ello, es preciso retroceder a una mínima reflexión sobre las características inmanentes de ese tercer poder de toda democracia que se llama el poder judicial. Porque el problema de su regulación constitucional vigente arranca, probablemente, de una defectuosa comprensión de lo que estructuralmente constituye este poder y que lo diferencia radicalmente de los otros dos poderes, el legislativo y el ejecutivo. El poder judicial no es un poder colectivo, sino individual y atomizado: reside exclusivamente en los jueces y tribunales que aplican la ley y sólo cuando la aplican; es un poder que ejerce cada uno de los órganos judiciales en posición soberana, con total independencia entre ellos y sin que nadie pueda influir sobre ellos.

De ahí que el requerimiento esencial que plantea el ejercicio de este poder es el de proteger la independencia de los jueces. No del conjunto de los jueces, sino de cada uno de ellos. Pues bien, el constituyente de 1978, aunque tuvo en cuenta la independencia como requisito estructural, se fijó más en otro aspecto, el del gobierno del sistema, pensando ingenuamente que lo importante era garantizar el sistema más democrático de gobierno posible para el conjunto. Por eso, decidió que el mejor gobierno de los jueces era su autogobierno y creó un órgano específico para ello. Era una época aquella en que la idea de autogobierno tenía un atractivo irresistible y parecía la solución mágica para cualquier institución social, fuera la empresa, la universidad o los jueces. Todo se pretendía resolver con el lema de más democracia, sin caer en la cuenta de que para algunas instituciones la fórmula es menos democracia y más independencia.

Es cierto que el poder judicial tiene una dimensión estructural que excede de lo individual: las cuestiones materiales, la provisión de medios, el régimen de ingreso en la carrera y, sobre todo, el régimen de promoción dentro de ella a ciertos cargos relevantes (que se hace por méritos y por ello tiene un elevado margen de discrecionalidad para quien lo controla), son todos ellos aspectos que indirectamente influyen en la independencia efectiva de cada juez. Pero la influencia negativa de estos aspectos gubernamentales no se elimina tanto mediante la técnica del autogobierno como mediante la de limitar al máximo las facultades invasivas del gobierno. La opción para el poder judicial no era elegir entre el auto o el heterogobierno, sino la de disminuir en todo lo posible el gobierno. Pero el constituyente se dejó deslumbrar por el ejemplo italiano, a pesar de que allí ya existían síntomas patentes de mal funcionamiento.

Pues bien, al crear un órgano de autogobierno se puso en marcha una dialéctica negativa que ha terminado por arruinar el sistema. Pues todo gobierno es poder, y el poder atrae inevitablemente a las fuerzas que operan en un sistema político: todo poder tiende a ser ocupado por los actores políticos, es una ley inexorable que está al margen de los buenos deseos de esos actores o del grado de pureza democrática que posean. Y si el poder en cuestión tiene cada vez más importancia en el sistema global debido a la progresiva judicialización de la política, más desatada y destructora será la carrera por ocuparlo.

¿Consecuencias? La entrada de la lógica partidista en el gobierno, la lotización de sus componentes, las luchas intestinas, el traslado de la fragmentación partidista al colectivo judicial, son todas resultantes de la dialéctica que se puso en marcha al colocar en la plaza pública un centro de poder tan atractivo. Y no existe sistema de provisión o elección de sus miembros que pueda evitarlo: una vez que se prueba el poder, es irreprimible la tendencia a poseerlo.

Además, se produjo otro extraño resultado con el flamante autogobierno judicial: la de un gobierno irresponsable, la de un poder que no rinde cuentas ante nadie del ejercicio de la principal de sus funciones. Si la accountability (la rendición de cuentas) es un requisito esencial de todo poder democrático, resulta que el poder que gobierna los jueces está eximido de ella. De forma que los partidos políticos, que son quienes mueven hoy ese poder desde las bambalinas -cada vez más transparentes-, terminan por moverlo en la más plena irresponsabilidad. Vamos, que prácticamente hacen lo que quieren.

¿Resultado veinticinco años después? Está a la vista, no es preciso exagerar en la descripción. ¿Puede corregirlo un nuevo acuerdo entre partidos? Obviamente no, sólo podrá disfrazar por otro poco más de tiempo un fracaso inevitable. Porque éste se debe a cuestiones estructurales, no a la mala voluntad (aunque también existe) de los operadores.

¿Por qué, entonces, no probar con la otra vía? Es decir, con la de intentar reducir al mínimo el gobierno sobre los jueces, un estado que al fin y al cabo es el que mayor grado de independencia judicial individual genera. Porque cualquier similitud con los demás poderes es engañosa: la autonomía de los ciudadanos exige que sean dueños de su propio gobierno, pero la de los jueces no. Sólo exige que se les deje a salvo de influencias, no que participen de su gobierno.

Reducir al mínimo el gobierno no es tan difícil: cualquier buen gestor puede atender correctamente las necesidades de organización y provisión material. Y en materia de promoción y ascensos a cargos clave del organigrama judicial (la madre del cordero del control a distancia) se trataría de reducir todo lo posible el grado de discrecionalidad de quien los decide. Es decir, reglamentar al máximo posible los concursos de méritos y su apreciación ponderada, de manera que el ascenso no dependa del órgano, sino de los datos objetivos de las personas que optan a ellos.

En realidad, la doctrina de la Sala III del Tribunal Supremo sobre las elecciones a cargos de gobierno está apuntando cada vez más a esta solución: la de reglarlos como concursos con una apreciación de méritos tasada. Automatizar y objetivizar la promoción disminuye el poder del órgano, pues lo transfiere a las normas mismas. Y el gobierno de las normas, como distinto del gobierno de los hombres, ha sido siempre el secreto del buen gobierno.

Puede asustar la idea de transferir toda esa gestión al Ministerio de Justicia, puede incluso parecer un retroceso a etapas predemocráticas de nuestra justicia, algo así como entregar al poder ejecutivo el control del judicial. Pero no será así si lo que se le entrega es un poder de pura gestión material y la mera administración de unas normas cerradas y detalladas sobre promoción. Ahí no hay casi poder, sólo hay gestión. Y en lo poco que queda de poder de control, mejor que lo posea un gobierno identificable y responsable públicamente ante la opinión y el parlamento, que no un órgano colectivo de escasa transparencia y que no responde ante nadie.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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