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El hiperactivismo de Zapatero

Antón Costas

Por lo que se ve, al Gobierno de Rodríguez Zapatero no le falta energía ni ímpetu en el final de la legislatura. Pero lo que no parece tener claro es el rumbo. Se le ve hiperactivo, lleno de ideas, pero sin un proyecto coherente que identifique prioridades y marque la trayectoria a seguir más allá del día a día.

A falta de proyecto, tiene chequera. El buen funcionamiento de la economía todos estos años ha creado un superávit de las cuentas públicas que ahora se puede utilizar para ganar amigos y obtener réditos electorales. Ya sea con la chequera de las políticas sociales (ayudas por nuevos hijos, a la vivienda y la nueva prestación bucodental para la infancia), o con la de la política territorial (nuevas inversiones del Estado en las comunidades autónomas).

Al margen de que estas medidas contribuyan a ayudar a colectivos concretos más o menos necesitados de ayudas públicas, el hecho de haber sido adoptadas de forma precipitada y sin debate alguno en el Parlamento ni, por lo que se ve, tampoco dentro del Gobierno (parece que no han pasado por la Comisión Delegada de Asuntos Económicos), les da un tufillo electoralista. Y aún más, pueden parecer injustas desde la perspectiva de otros grupos sociales con necesidades también urgentes, y posiblemente más prioritarias.

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Estas políticas no constituyen una política social articulada, como sí lo fue la ley de dependencia. Son medidas dispersas -orientadas, eso sí, a atender necesidades sociales reales-, que responden más al activismo político y a la proximidad de las elecciones que a una definición de prioridades acerca de la utilización que ha de darse al superávit presupuestario.

Ese activismo ha llevado también a Zapatero, como en su momento hizo Aznar, a inmiscuirse en la vida empresarial, permitiendo que desde su entorno se haga todo lo posible para crear nuevos medios de comunicación que le sean afines.

La situación ha comenzado a preocupar a los suyos. El ministro de Economía y Hacienda, Pedro Solbes, se muestra incómodo y desasosegado con las medidas sociales que anuncian sus compañeros de gabinete. Por su parte, el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, ha hecho un llamamiento a la prudencia en el gasto público y a que no se despilfarre el superávit. Hasta el propio Felipe González hizo uso de su autoridad moral para advertir contra los "daños colaterales" que puede causar el "fuego amigo" del Gobierno cuando se mete en batallas en apoyo de los intereses de otros.

¿A qué responde este activismo y precipitación de las políticas de Rodríguez Zapatero? Pienso que a la combinación de dos factores. Por un lado, al pánico a perder las próximas elecciones. Por otro, y más fundamental, a su personalidad y a su forma de resolver los problemas. Vayamos por partes.

El Gobierno no sólo parece tener miedo a perder las elecciones, sino que le ha entrado pánico. El miedo en sí mismo no es mala cosa; activa el instinto de conservación y puede impulsar reacciones adecuadas. Pero el pánico lleva a reaccionar con precipitación y a cometer errores que se vuelven contra uno mismo. Y eso parece que le está pasando a Zapatero.

No está de más, por otro lado, tener en cuenta que a los ciudadanos les gusta recibir ayudas -ya sean subvenciones o rebajas fiscales-, pero no son muy agradecidos a la hora de ir a votar.

Pero el hiperactivismo y la precipitación que muestran las medidas de Zapatero no tienen que ver, a mi juicio, tanto con el horizonte electoral como con un rasgo de su personalidad que tiene un fuerte impacto en su estilo de hacer políticas.

Al contrario que Aznar, que era moralista y dogmático, la personalidad de Rodríguez Zapatero no es la de un reformista, sino la de un ayudador. Un reformista tiene en su cabeza un proyecto social o económico para cambiar la sociedad y no busca que le quieran. El ayudador, por el contrario, pretende resolver problemas concretos de gentes concretas, llegar a todos, ser reconocido y querido.

El político ayudador considera que su empatía y capacidad para conectar con la gente y con sus problemas es su mayor capital político. No necesita un proyecto articulado de política social, basado en una filosofía política acerca de cómo ha de organizarse la solidaridad dentro de la sociedad, sino que se vale de medidas sociales concretas y específicas para cada grupo social o territorio que compone el país.

El líder ayudador acostumbra a manifestar una gran impaciencia por resolver todos los problemas de la sociedad en la que vive. Está animado por lo que Flaubert llamó la "rage de vouloir conclure", la rabia o manía de querer concluir, de resolver todo.

Esa impaciencia genera un estilo de hacer política en el que la motivación para resolver problemas se adelanta a la comprensión de su compleja naturaleza, y a que se den los requisitos necesarios para afrontar la solución con éxito. El ayudador se ve asimismo como un fermento del cambio, pero dado que no hay un proyecto detrás que conduzca el proceso, acostumbra después a dejar que las cosas sigan su curso, confiando en la máxima de que el universo por sí mismo tiende al orden. A eso algunos le llaman optimismo.

Pienso que la conducta de Zapatero en el proceso de elaboración y aprobación del Estatuto de Cataluña o en el proceso de negociación con ETA responde a este activismo y a ese estilo de resolver problemas, en el que la motivación se anticipa a la comprensión de toda la complejidad de problemas. El resultado ha sido el previsible.

Una consecuencia perversa de este estilo de hacer políticas es que presta más atención a identificar problemas que a buscar apoyos sociales y consensos políticos amplios, incluida en algunos casos la propia oposición, que hagan que las nuevas políticas sean estables y duraderas en el tiempo, como ocurrió con la ley de dependencia.

Es decir, se trata de evitar que las políticas sociales y de otro tipo estén sometidas al zig-zag del ciclo político, de tal forma que cada nuevo Gobierno comience por querer cambiar las políticas del Gobierno anterior. De ser así, se reproduciría la funesta manía del trágala y vuelta a comenzar de cero, que tantas energías sociales y políticas consume y que tanto daño hizo a nuestro progreso social y económico desde el siglo XIX.

Alguien de su confianza debería advertir al presidente de este riesgo.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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