El hombre que quiso ser Bond
Una mañana de 1953 el escritor y periodista de fortuna Ian Fleming se despertó convertido en James Bond. Pero, a diferencia de la metamorfosis de Gregor Samsa, la del muy británico Fleming se veía venir. Educado en Eton, pulimentado en la academia militar de Sandhurst, obsesionado con el Foreign Office -donde no fue admitido-, curtido como periodista en Reuters y engolfado con una cuadrilla de colegas escritores afiliados a la disipación -como Noel Coward- era de esperar que fabricara un personaje como 007. Fleming no fue un gran escritor; ni siquiera un buen escritor. Pero no es necesario el talento para construir un personaje de masas, como se decía cuando Umberto Eco empezaba a estudiar los entresijos de la cultura popular. Para crear a James Bond le bastó con sublimar sus carencias. En lugar del rostro franco y bonachón del escritor, calcado de Leslie Howard, Fleming dibujó un atleta de pelo oscuro, sonrisa cruel y una lívida cicatriz; y en vez de un corresponsal fatigado, apareció en sus novelas un asesino despiadado, mujeriego
y adicto al martini con vodka y al black jack. Bond estaba hecho.
Nadie se hubiera acordado del Fleming que en 2008 habría cumplido 100 años ni de su personaje si dos productores modestos, Harry Saltzman y Albert Broccoli no hubieran comprado los derechos de sus novelas para
el cine. La primera película de Bond, Dr. No, acuñó para siempre al personaje, gracias a la distendida interpretación de Sean Connery: sonrisa sardónica, infalibilidad profesional, sentido del humor británico pero apto para todos los públicos, mujeres, violencia chuleta
y coches caros.
El ingrediente que separa a James Bond de sus imitadores baratos es el humor. Y, por supuesto, los villanos globalizados, dispuestos en todo momento a destruir
el mundo. Mortíferos como las hipotecas basura, oscuros maquinadores en
la sombra, como
un Karl Rove cualquiera, los poderosos malos de Bond tenían la talla suficiente para destruir el mundo o amedrentarlo. De esa pasta estaban hechos el Dr. No, Goldfinger, Blofeld o Hugo Drax. Hoy tan sólo parecen caricaturas desvaídas de Vladímir Putin, Paul Wolfowitz
o Dick Cheney.
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