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OPINIÓN
Columna
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Entre homenajes y polémicas

Un diario, 'Cartas a Yves', se convierte en monumento literario en memoria del diseñador Yves Saint Laurent, mientras que 'La rafle', película de Rose Bosch, agita Francia

Es temporada de las elegías. Después del libro elegiaco dedicado a Paul Guilbert que comentábamos la semana pasada, he aquí este otro dedicado a Yves Saint Laurent por Pierre Bergé, y que consiste en una serie de cartas escritas, post mórtem, al primero por el segundo. Ésta es, sin embargo, una elegía baudeleriana, del Baudelaire del "los muertos, los pobres muertos, sufren grandes pesares" y del "nosotros somos las tumbas de nuestros padres", pues, en ocasiones, los seres queridos sólo encuentran descanso en nuestras almas. Primero fue la tumba de cenizas de los jardines Majorelle, en Marraquech. Luego, la antitumba de la ahora famosa "colección", pues, el año pasado, Bergé decidió -al contrario que los faraones, que se hacían enterrar con sus secretos, o que ese millonario japonés que quiso, hace sólo veinte años, que lo incineraran con su Van Gogh- que ni él ni Saint Laurent habían sido sino usufructuarios de sus tesoros y que era el momento de devolverles la libertad. Llega ahora este "monumento funerario" de papel que, bien mirado, consiste menos en las misivas propiamente dichas que en un diario de los días sin el Otro. Su asunto no es desde luego "los vivos hablan a los muertos". Por supuesto, tampoco es "los muertos hablan a los vivos". Ni, aún menos, esas "fuerzas del espíritu" en las que creía un hombre querido por el autor, a quien considero demasiado laico, demasiado incrédulo, para creer realmente en ellas también él. No. Únicamente se trata de un hombre que, día a día, se sorprende de haber sobrevivido, no sólo al ser amado, sino en un mundo a cuyas maravillas fueron asiduos los dos y que les debe el haber producido al alimón algunas de ellas. ¿Qué puede uno hacer con su vida cuando ha conocido algo así? Escribir. Transmitir, en cierta medida. Está además esa tentación a la austeridad que caracterizaba al Costals de la última parte de Las muchachas, de Montherlant, y que, a medida que recorre las páginas de la obra (Cartas a Yves, Éditions Gallimard), el lector deduce que es también la tentación de Bergé. Lógico.

Las 'Cartas a Yves', escritas por Pierre Bergé después de la muerte de Saint Laurent, son un homenaje al diseñador
A la película de Rose Bosch 'La rafle' se le podrán hacer muchos reproches, salvo el de jugar con la realidad

Fue la obsesión del escritor Romain Gary cuando inventó a Émile Ajar, uno de sus seudónimos. La de Pasolini, cuando formuló su deber de abjuración en los Escritos corsarios. La de Sartre, por supuesto, de los dos Sartre, por no decir tres, homónimos los unos de los otros, como ya expliqué en El siglo de Sartre. Fue, más modestamente, el tema de un cierto El día y la noche, que, en el fondo, trataba de ese hastío de no ser sino uno mismo y del hermoso proyecto de nacer varias veces en una misma vida. Y ahora lo es de un libro que aparecerá dentro de unos días y se titula Elogio del apóstata (Éditions du Seuil), que, por todas esas razones, me apasiona infinitamente. ¿Cómo se explica, pregunta Jean-Pierre Martin, el autor, que la fidelidad a uno mismo se vea siempre, en todas partes, en todas las circunstancias y en todas las culturas marcada por un signo positivo? ¿Cómo se explica que la retractación, la palinodia -hay quien dice "apostasía" o, peor aún, "traición"- lo expongan a uno a toda clase de represalias? ¿No es hora de proceder a una trasvaluación generalizada, al cabo de la cual se reconozcan los grandes momentos de ruptura como los más interesantes en la vida y la obra de un escritor -y, en el caso de los demás, de todos los demás, simples mortales, el gesto de liberarse, de deshacerse de sus automatismos, a veces de renegar de uno mismo, como el tipo mismo de ese momento de gracia en el que un alma que se creía formada para siempre se libera de sí misma y renace? Siguen algunos hermosos retratos de tránsfugas (Nizan, Malraux). De indolentes (Gide). De hombres con destinos partidos en dos (Benny Lévy). Sigue una evocación de Cendrars, el Ulises de las mil vidas. Del último Barthes soñando con su primera novela. De Vaillant y sus naves quemadas. De Pierre-Jean Jouve y su odio por las vidas rectilíneas. Vita nuova. La salvación a través de un viraje. ¡Duro con el maldito demonio de la "unidad" y la "autenticidad"! Incorrecto, pero hermoso, programa.

Hace dos semanas ya expresé las reservas que me merece la tendencia del cine estadounidense contemporáneo a considerar la historia del nazismo y de la Shoah como un campo de juegos en el que plasmar la fantasía de sus artistas (Tarantino, Scorsese). Pues bien, como una vez al año no hace daño, y el azar de los calendarios lo favorece, voy a comparar un ejemplo francés con esos contraejemplos norteamericanos. Me refiero a La rafle (La redada), la película de Rose Bosch, anhelada y producida por Ilan Goldman, y a la que se le podrán hacer todos los reproches que se quiera, salvo el de jugar con la realidad. El papel de la policía francesa en la deportación, el 16 y 17 de julio de 1942, de 13.152 judíos. La insistencia, también francesa, en no "olvidar a los niños". El Velódromo de Invierno. La vida en el velódromo. Ese paso, en una fracción de segundo, de la rutina de cada día a la antesala sórdida y mugrienta de la muerte segura. Viendo estas imágenes he recordado las terribles palabras de Levinas cuando evocaba, en el último texto de Nombres propios, ese momento en el que "un viento glacial azota las habitaciones aún decentes o lujosas, arranca las tapicerías y los cuadros, apaga las luces, fisura los muros, hace harapos las ropas y trae los aullidos y los ululatos de la despiadada muchedumbre". Pues eso es. Ahí está. Era lo más difícil de decir, de describir, de reconstituir y, sin embargo, ahí está. Olvidemos por un instante la complejidad del debate sobre la representación del Mal en general y de la Shoah en particular. Olvidemos las querellas cinéfilas sobre la actuación de Jean Reno o Gad Elmaleh y olvidemos, también, el precedente de El otro señor Klein. Por mi parte, y sopesados los pros y los contras, me alegro de que esta película exista.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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