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La hora de las ciudades no ha llegado todavía

Por segunda vez en menos de un siglo, la modernidad volvía a España de la mano de sus ciudades y pueblos. En abril, en ambas ocasiones. La primera desembocó en la esperanza fallida de la II República Española. La segunda asentó una transición y una convivencia libre de manera permanente, la que alumbró la Constitución de 1978.

Entre 1939 y 1975, una larga noche oscura y unos cambios demográficos, territoriales, económicos y sociales de asombro, sobre todo a partir de la España de los Planes de Desarrollo y del Seiscientos. Las migraciones forzadas por la miseria y la desesperanza rurales construyeron nuevas periferias urbanas, la triste periferia, la lágrima del urbanismo, lo que Candel señaló como el lugar donde la ciudad cambia de nombre. Un desarrollo acelerado, devastador, capaz de generar acumulaciones de plusvalía sin precedentes sobre las espaldas esquilmadas de los nuevos urbanitas.

Treinta años más tarde, la Cenicienta de las Administraciones públicas es la local
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Desarrollo acompañado de un déficit descomunal de las infraestructuras más elementales, del saneamiento a la recogida y tratamiento de residuos urbanos, del transporte a la vivienda, de la educación a la salud, de los espacios para el ocio y la cultura al deporte para la ciudadanía, de las calles sin pavimentar a las aceras inexistentes. Los cambios sociales del "desarrollo" propiciaron la lenta pero imparable consolidación de los movimientos urbanos. Reivindicaciones de esquina y barrio, embrión de propuestas más ambiciosas, de ciudad. Se reencontraron como en antigua comunión democrática profesionales del urbanismo, la economía, la sociología, con líderes sociales, dirigentes políticos y sindicales clandestinos, y una muchedumbre de gentes que rechazaban el servilismo del súbdito para reivindicar la honrosa condición de ciudadano.

Las gentes del CEUMT, de Alfoz, de CAU y tantos otros foros elaboraban diagnósticos, proponían soluciones para cuando llegara el momento. Pero la prioridad política, en los albores de la democracia recuperada, fue -por desgracia para las ciuda-des- por otro lado. Para aceptar la autonomía de Cataluña, País Vasco y Galicia se arbitró una descentralización que incluía identidades regionales sin región. Las ciudades quedaron para mejores tiempos: en la primavera de 2009 parece que aún no ha llegado el momento.

El resultado, nefasto para el espacio en que vive y trabaja la ciudadanía, la ciudad. Las reformas no alcanzan su primera traducción democrática hasta la Ley de Bases de 1986, y el peldaño fallido de la Ley de Haciendas hasta 1988. El reconocimiento de la realidad metropolitana, de los ámbitos reales de movilidad, de trabajo, se estrella contra los poderes emergentes de las autonomías, las históricas y las nuevas. Por no añadir la capacidad, indiferente al signo político de la élite regional, de interferir en las ciudades y su gestión.

Cubrir los déficits más urgentes, acumulados por la desidia y la voracidad, y, a la vez, diseñar un horizonte, constituyeron las tareas de los ediles de 1979. Sin recursos, suplir las carencias de otras administraciones. La orden mendicante y exigente de los alcaldes de las grandes ciudades daría paso a la Federación de Municipios y Provincias.

El cambio se produjo en las ciudades, y así se reflejó en las elecciones generales de 1982. Y el éxito anuló la exigencia, la participación activa de la ciudadanía organizada. Muchos líderes sociales urbanos acabaron en las poltronas de las administraciones, las autonómicas y estatales, con gobiernos de uno u otro signo.

Nunca en tan breve espacio de tiempo nuestras ciudades y pueblos experimentaron una transformación tan profunda y sentaron las bases para un espacio urbano habitable. Por obra de decenas de miles de ediles que se entregaron a sus conciudadanos de manera altruista y generosa.

La izquierda autocomplaciente, o la autoinmolada, renunció en muchas ciudades a gestionar su patrimonio político y social, el adquirido con sus propuestas y realizaciones. Una pena: se lo quedaron quienes nunca desearon ni formularon propuestas más allá de favorecer a las oligarquías urbanas, las antiguas, y las nuevas.

El abandono de la ciudad creativa, culta, igualitaria, innovadora y capaz de competir en cooperación dentro del sistema de ciudades españolas y europeas, da paso al ombliguismo, a la cortedad de miras, incluso con los entornos más inmediatos, los metropolitanos, en una especie de pinza entre el desdén de los administradores locales y la saña de los poderes autonómicos emergentes, celosos de cualquier atisbo de contrapoder tan imprescindible para el funcionamiento de la democracia.

Cunde el clientelismo, la desmovilización, la propaganda que sustituye a la información, la generación de nuevos súbditos. Las ciudades han mejorado pero el ejercicio de la ciudadanía, la participación, la ilusión son frutos caídos. Treinta años más tarde, la Cenicienta financiera de las administraciones públicas, es la local. La administración más cercana, la que es capaz de ser solidaria en su ámbito y más allá, la que puede afirmar su capacidad de competir en colaboración, la que no necesita fronteras, vive una profunda crisis por mal gobierno de unos y desidia de otros. La vieja matrona es despreciada, los bárbaros de Kavafis han vuelto y la ciudad no tiene quien le escriba. Pero renacerá, no lo duden ustedes.

Ricard Pérez Casado, doctor en Historia, fue alcalde socialista de Valencia entre 1979 y 1988.

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