Una huelga memorable

Reunir en una misma frase las palabras sindicato y huelga resulta, hoy en día, bastante excéntrico. Como aquí nos ocupamos de asuntos marginales, tal vez valga la pena recordar una historia sindical que hace casi exactamente 90 años, el 9 de septiembre de 1919, desembocó en una de las huelgas más memorables de todos los tiempos.
Después de la Gran Guerra europea, los agentes de policía de Boston vivían en una situación cercana a la indigencia. Mientras los sindicatos florecían en Estados Unidos y las huelgas, o la simple amenaza de realizarlas, permitían (pese a la violencia ejercida por los grandes empresarios) mejorar el nivel general de los salarios, los policías bostonianos constituían un peculiar proletariado armado.
Mantenían el sueldo de 1913, pese a que la inflación había subido casi el 80% en seis años. Cumplían jornadas de entre 60 y 70 horas semanales. Dormían la mayoría de las noches en comisaría, en condiciones higiénicas deplorables. Cada vez que un juzgado les convocaba para declarar, se les descontaban las horas del salario. Y tenían que pagar de su bolsillo los uniformes y las balas.
El alza del precio del carbón alarmó definitivamente a los policías: ellos y sus familias estaban condenados a morirse de frío en invierno. Los agentes eligieron a un grupo de representantes para negociar un aumento de sueldo con el jefe de Policía, Edwin Upton Curtis. El Ayuntamiento, que era quien pagaba, se mostró receptivo. Pero Curtis, que antes había sido alcalde y aspiraba a hundir a su sucesor, se cerró en banda. No sólo eso: suspendió de empleo y sueldo a los representantes policiales. Ante esta situación, los agentes solicitaron su inclusión en la Federación Americana del Trabajo.
El alcalde estaba a favor de la subida de sueldos. También lo estaban los magnates de Boston, la prensa y la mayor parte de los ciudadanos. Un comité municipal respaldó las reivindicaciones policiales. El acuerdo parecía hecho: se mejorarían los sueldos y las condiciones de trabajo, a cambio de que los policías renunciaran a sindicarse. El jefe Curtis, sin embargo, volvió a decir "no". Contaba con el apoyo encubierto del gobernador del Estado de Massachusetts, Calvin Coolidge, que esperaba sacar partido del conflicto.
Sin otra opción, los agentes aprobaron ir a la huelga el 9 de septiembre.
Miles de marineros, rufianes y personas presuntamente de bien aprovecharon la ausencia de la policía para violar, saquear e incendiar. Fue una noche terrible. Gran parte de la ciudad quedó destrozada.
El gobernador Coolidge despidió al alcalde, tomó el mando y, en efecto, hizo carrera: llegó a ser presidente. Todos los policías huelguistas fueron despedidos y sustituidos por veteranos de la guerra.
Pero la nueva policía contó, desde el principio, con lo que pedían los despedidos. Las huelgas, a veces, sirven para algo.
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