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Tribuna
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La insufrible suficiencia de algunos camareros

Cuando, hace dos o tres años, el dibujante Quino presentó en Madrid su libro Potentes, prepotentes e impotentes, dijo en una conversación con un periodista que, efectivamente, el ejercicio del poder era uno de sus temas preferidos, y que no se re feria únicamente al poder político y burocrático, sino a todos los ámbitos de la vida, y puso como ejemplo al simple hecho de comer en un restaurante y quedar bajo el dominio del camarero. Recordaba él, a ese respecto, un chiste de Serafín en el que un hombre, sentado a la mesa de un restaurante, le dice al camarero, puesto en pie a su lado con mucha gravedad: "No me mire con tanta suficiencia, que yo también soy camarero". Sentada yo en mi butaca de clase turista de un avión, encajo nada y apresada y, sin embargo, flotando por los aires, me sentí reconfortada con aquellos comentarios de Quino, los recorté y los guardé en una agenda que me servía de libreta de teléfonos, y la compañía de ese recorte me hizo llevadero aquel viaje que, como muchos otros, había emprendido con esfuerzo, al menos presintiendo, entre otras cosas, la sucesión de per sonas autosuficientes con las que tendría que enfrentarme. A propósito de una anécdota real en un bar que ni siquiera merece ser relatada, me acordé de aquellas palabras de Quino y busqué la libreta donde había guardado el trozo de periódico; allí seguía, fiel a mis necesidades, con su hálito de consolación cayendo sobre los viandantes desorientados e inseguros. Tal vez me equivoque, pero tengo la impresión de que esta asombrosa seguridad de ciertas personas, esta llamativa autosuficiencia, ha ido aumentando conforme el mundo se va desordenando (aún más), se va desmoronando (aún más), como si vivir en una sociedad de confusas categorías morales, pero de criterios drásticos en cuanto a los beneficios económicos que hay que conseguir, les prestara a ellos, los autosuficientes, mayores razones para dar rienda suelta a sus instintos & poder, a sus sueños de superioridad y a sus personalidades dominantes..Y he recordado, también, algunas anotaciones de los diarios de Kafka, a quien el solo hecho de tener que decir a su sastre que no quería el smoking que le estaba confeccionando le perturba tanto que simplemente le paraliza a pesar de que, según escribe: "Yo no quería aquella clase de smoking, sino uno forrado y ribeteado de seda, pero cerrado hasta arriba...". Cuando al fin reúne fuerzas para enfrentarse con su sastre, se siente miserable y "convencido de haber hecho el ridículo con el sastre". El mismo Kafka, en un restaurante, bajo la mirada implacable de un bebedor de vino que observa sus vanos intentos de cortar un melocotón, declara: "Finalmente, saqué fuerzas de flaqueza y, a pesar del mirón, di un mordisco al preciado melocotón, nada jugoso".

Otro gran escritor neurótico, otro gran acomplejado, Fernando Pessoa, convertido en Bernardo Soares, autor de esa impresionante serie de anotaciones y comentarios que constituye el Libro del desasosiego, yendo por la calle, la Rua da Prata, en el mismo barrio, la Lisboa Baixa, donde vive y tiene su oficina (en la paralela Rua dos Douradores), se siente asaltado por el deseo de comprar unos plátanos a una vendedora ambulante, pero considerando que "podrían no envolver bien los plátanos, no vendérmelos como deben ser vendidos por no saber yo comprarlos como deben ser comprados", y que "podrían extrañar mi voz al preguntar por el precio", renuncia a su deseo, y concluye: "Más vale escribir que atreverse a vivir, aunque vivir no fuese más que comprar plátanos al sol, mientras hay sol y hay plátanos en venta. Más tarde, quizá ... Sí, más tarde... Otro, quizás ... No sé...".

Tal vez algunos lectores encuentren estos ejemplos exagerados, pero ¿quién no ha tenido, o vislumbrado, experiencias parecidas en el momento de alzar la mano y detener un taxi, dar recomendaciones a la asistenta, indicaciones al peluquero, esquivar al conductor que nos empuja cuando, detenido nuestro coche frente al semáforo en rojo, éste se pone súbitamente verde, y con los mismos dependientes, camareros y sastres? Pero no nos limitemos a este círculo; pensemos en las ventanillas de los bancos, de los ayuntamientos, de las delegaciones de cualquier institución oficial, incluyamos también los comentarios malintencionados, que requerirían una pronta e ingeniosa réplica, en la mesa del comedor de una celebración familiar, y, puestos a seguir y a entrar en un terreno más personal, el literario, ¿qué decir de las declaraciones de ciertos colegas escritores y de los comentarios de algunos de los llamados críticos literarios, tan cargados de suficiencia y de afán de dominio?

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"Todos los días la Materia me maltrata", escribe Pessoa-Soares. ¿Es que tiene que ser así? Cuando tantas veces se escucha hoy que el mundo se ha vuelto excesivamente materialista, creo que, sobre todo, éste es el sentido oculto de la insatisfacción: la materia maltrata. Y el auge de la materia es esa complacencia de la superioridad en la debilidad y fragilidad y, en ocasiones, hasta en el exterminio de los otros. El gran escándalo, el gran dolor, es el exterminio real de las personas, al que asistimos a distancia y con impotencia cada día, en guerras interminables y en brutales estallidos racistas, pero de estos inconmensurables escándalos y dolores son flecos y consecuencias estos otros, la actitud arrogante y necia de quienes, despreciando a sus semejantes, ignoran su propia debilidad y flaqueza y se creen en condiciones de dictaminar con petulancia sobre las costumbres, la vida, el futuro o el arte de los otros. Hay una línea, a veces invisible, a veces quebrada, pero en todo caso real y verdadera, que une a todos los exterminadores que no se recatan de ejercer de tales en el mundo con todos aquellos que de una manera u otra se complacen en hacer oír su voz más potente y templada, más segura y altiva que la de ninguno, por el mero placer de acallar las ajenas y de poderlas juzgar frágiles y vulnerables.

es escritora.

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