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Tribuna:EL DARDO EN LA PALABRA
Tribuna
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Ya inventamos

Contaba Pedro Laín que Baroja gruñía contra una inscripción que ornaba el friso del entonces Museo de Reproducciones Artísticas, cuyo autor, creo, era Eugenio D'Ors; en ella se sentenciaba: 'Lo que no es tradición es plagio'. El novelista confesaba que, hasta hacía poco, lo lograba entender tal aserción, pero se le habían borrado o caído algunas letras, y ahora se podía leer: 'Lo que es adición es agio'; así ya la comprendía. Agio, esto es, especulación abusiva, obtención de beneficios a poca costa. ¿Son agiotistas de lenguaje quienes hoy 'enriquecen' su idioma, y a veces el de los demás, sin apretarse una sola neurona, adicionando palabras o giros tal cual, con su ton y su son, o forjando gilipolleces? (Sobre este término, consúltese el Diccionario académico). El caso es que, además de hacer las rutinarias rapiñas superfluas, algunos hablantes públicos se han puesto a inventar vocablos, giros y acepciones, lo cual nos redime de aquel desdén unamuniano tan cutre de 'que inventen ellos'.

Primero, los saqueos que modernizan nuestra lengua. A modo de ejemplo señalo el de la presentadora de un programa con gente, esos donde tienen su día de efímera gloria los vecinos o vecinas simplemente municipales -una de las infamias mayores de la televisión, a los programas con tanta perversidad mental, me refiero, no al vecindario-, que da la palabra a un señor mayor, el cual cuenta que no tuvo madre porque murió al parirlo; y se le arrasan los ojos. Entonces la presentadora le sugiere con dulzura: 'Vamos, no sentimentalice'. Es decir, 'no se ponga sentimental'. ¿Raro? Pues el inglés posee sentimentalize, el francés sentimentaliser, el portugués sentimentalizar... ¿Para qué seguir? Vergüenza da que, en los comienzos del siglo XXI, casi con el euro en casa, pueda parecer ocioso a muchos ese verbo tan internacional. Lo cierto es que ya figuraba en el lenguaje de unos pocos doctos, como fue el filósofo García Bacca, y lo son algunos críticos de arte. Pero parecía impensable tanto allanamiento en su uso hasta que la gentil conductora de aquel programa lo lanzó con piedad al huérfano cuarentón, y dotó al vocablo de un simpático porte suburbial.

Pero, junto a quienes ensanchan el caudal comunicativo por este fácil sistema, están los o las que se inventan palabras con la misma impavidez que un churrero hace churros. El español ha sido menos proclive que otras lenguas a derivaciones del tipo sentimental > sentimentalizar. Pero se está empleando vehiculizar, que, en lenguaje culto y semiculto, prefieren muchos al plausible rodeo servir como vehículo, lo mismo de ideas que de proteínas. El uso de ese verbo es especialmente frecuente en el español de América, donde se documenta (Argentina, México...) desde los años sesenta. Junto a él, y a la vez, aparece vehicular (francés véhiculer). Tienen el éxito asegurado; parecen más elegantes y refinados que transportar.

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Pero esta soltura con que otras lenguas europeas han formado derivados sensatos se ha extendido anárquicamente a muchos de nuestros comunicadores, que se entregan a la forja de vocablos con la aludida naturalidad churrera. Estos días, por ejemplo, en que todos los españoles andamos preocupados valorando los primeros resultados de la Liga, llega uno de tales aventureros y filosofa sin respeto alguno a las cámaras acerca de quién campeonará. Esa famosa -da lo mismo quién- a la que persiguen fotógrafos tratando de cazarla hasta en actos tan personales como son rascarse o limpiarse la moquita, protesta del acoso (esta vez, no lo cobra), alegando colérica que el derecho a la intimidad está constitucionalizado. (¿Se atreverá a desconstitucionarlo el arzobispo de Constantinopla?).

En otro programa, se recuerda que, frente al reconocimiento monárquico a ciudadanos eminentes mediante la concesión de títulos de nobleza, la República instituyó un sistema premial, es decir, de premios. El informador expelió aquello por la boca como si fuera un gas natural. He aquí ahora que un político ampliamente votado habla de gradualizar la evolución de las autonomías. No se entiende muy bien qué es eso, tal vez ir cediendo poco a poco y no de una vez, a buenas horas, potestades del Estado. Pero ese prohombre creyó que haber salido elegido en una lista electoral le otorga poder sobre el lenguaje (como ocurre al propio ministro de Justicia, a quien parece gustar lo de punto y final: eso está feo).

Otras invenciones son menos osadas y no de tanto mérito, como es lógico. Algunas, de puro viejas, no son ya inventos; un acre y popular radiofonista, al dar cuenta de la prensa del día, alude siempre a la editorial de tal o cual periódico, femenino que, antes, pertenecía a la casa editora; el artículo de fondo de los periódicos era indefectiblemente masculino. Un lío parecido sucede frecuentemente al llamar especies a las especias, esto es, al azafrán, al comino, al clavo... En ambos casos se produce una simplificación del idioma, tan útil para esa humanidad hispanohablante que, en creciente número, asoma por la primera rendija del siglo su joven y chato rostro (al que sobra un ojo para ser otra cosa, según acuñación de Quevedo). En este proceso, continúa incursionando imperialmente por los yermos del idioma el hidrópico tema: el comentarista de un partido de fútbol señala cómo el balón ronda junto a la meta y que, al fin, el cancerbero atrapa el tema.

Pero volvamos a las novedades absolutas como ahora se dice, entre las que cuento el verbo transmitir, intransitivo, tal como lo emplean los taurinos. Cuando el astado que va a morir es soso, y embiste sin gracia y sin entusiasmo -lo que revela inteligencia que debiera ovacionarse si esa terrible fiesta de la sangre no fuera tan irracional- se dice que no transmite; y al revés, transmite la res estúpida que acude al trapo con fanatismo. Sería en cambio muy normal que el verbo en cuestión se aplicase a personas, animales y cosas que incitan a vivir, que alborozan o alborotan el cuerpo y el alma, desde tal hermosa -o hermoso, según la perspectiva-, hasta un Ferrari, pasando por un bogavante de O Grove. ¡Ya lo creo que transmiten!

Concedo un lugar de lujo a otro descubrimiento que debe ser juzgado como excepcional, y que ha surgido de ese cocedero de novedades idiomáticas que es el deporte. Al igual que en todas filas, graduaciones o escalas, hay un último y, por tanto, un penúltimo. En las clasificaciones deportivas, es bien sabido, al que cierra la tabla se le da el poco piadoso nombre de colista; pero el que le precede ¿qué es? ¿Precolista? No, porque también anda por la cola. Y cocolista, paralelo al colíder del que ya hablamos, es la solución. ¡Con que inventen ellos!, ¿eh?

Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española

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