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No es juez todo el que lo parece

El derecho fundamental al proceso debido empieza por algo elemental: que el juicio lo haga un juez. O lo que es lo mismo, los derechos a un proceso justo con todas las garantías que reconoce el artículo 24 de la Constitución Española no serían tales si quienes los hubieran de proteger no fueran jueces, es decir, no estuvieran adornados de las características del artículo 117 de la Magna Carta.

En efecto, por un lado, solo es el juez quien ejerce aquella función viendo garantizada sin excepciones su independencia, inamovilidad, responsabilidad y sometido únicamente al imperio de la ley; por otro, el poder de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado solo puede ser llevado a cabo por jueces y los jueces solo pueden hacer de juez. De ahí que alguien que no sea juez, salvo las excepciones constitucionales de los jurados y de los tribunales consuetudinarios, no pueda sentarse en estrados y dictar sentencia. Así, queda garantiza la exclusividad de la función jurisdiccional. Sin embargo, a este elemental diseño el constituyente añadió alguna traba.

Las complejidades jurídicas del 'caso Garzón' pueden tener graves consecuencias
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Como la sumisión del aparato judicial al poder político precedente -recuérdese aquello de unidad de poderes, coordinación de funciones- era total, la Constitución partió de un modelo diverso, en parte inspirado en el sistema italiano. Se instituyó el CGPJ que administra la Administración de Justicia, en esencia, para garantizar el estatuto del juez y su independencia, pero sin dictar, claro está, sentencia alguna. Pese a lo que algunos se empeñan en creer, el CGPJ no es una cámara de representación de los jurisdicentes, sino un órgano de gobierno y, por tanto, un órgano político, sometido a derecho.

Sin embargo, el paso de la Administración de Justicia secular y franquista al Poder Judicial del Estado social y democrático de 1978 no fue químicamente puro y, ya fuere por el peso de la tradición, por temor a lo desconocido o por no calibrar las consecuencias de la nueva regulación, se cayó en varios errores. Para lo que aquí interesa, uno de relieve: atribuir al presidente del CGPJ, que es designado por los vocales, la presidencia del Tribunal Supremo (TS). De este modo, se corre el peligro de atribuir a alguien que no es juez en activo, sino que ejerce constitucionalmente funciones político-administrativas, funciones jurisdiccionales. Este peligro se plasmó en la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) de 1985, en su artículo 61.

Así, nació la llamada Sala del 61 o Sala de Presidentes, que está integrada, entre otros, por el presidente del TS, esto es, el del CGPJ. Como funciones jurisdiccionales figuran, además del recurso de casación en unificación de doctrina de su propia sala y de ciertos recursos de revisión y de ciertos supuestos de errores judiciales, conocer de la recusación del presidente del TS o de una sala o de dos o más magistrados de una sala, de las acciones penales y por responsabilidad civil dirigidas contra los mismos sujetos y, finalmente, de los procesos de declaración de ilegalidad y consecuente disolución de los partidos políticos.

La cuestión estriba en que alguien que no es juez (en activo) conoce de asuntos jurisdiccionales. Ahora bien, para presidir el CGPJ y el TS solo se requiere ser jurista; por ello, si es juez de carrera se pasa a la situación de servicios especiales, exactamente igual que el resto de vocales de procedencia judicial, tal como establece el art. 351 a) de la LOPJ. Ejercer esas funciones político-administrativas resulta obviamente incompatible con el poder de juzgar. Con todo y con eso aparece un juez que, pese a no estar en activo, dicta sentencias.

Todo esto viene a cuento del llamado caso Garzón, que es lo que los anglosajones llaman un mal caso, pues nunca debió nacer. Pero, nacido, habrá que apechugar con las consecuencias. Una de ellas será la de resolver la recusación planteada por el imputado-juez, recusación que debe tramitar la Sala del 61, sala que, como he señalado, está integrada por un juez no en activo. Ello comporta que, al margen de la discusión de fondo, se suscite con toda crudeza el derecho fundamental al juez predeterminado por la ley.

Lo que a fin de cuentas se plantea es algo infrecuente, pero no insólito: la existencia de leyes inconstitucionales por incompatibilidad conceptual. Ello abre un yacimiento insondable de complejidades jurídicas y políticas. Dejando de lado la, para mí, irrevisabilidad de las resoluciones de dicha sala, si se solicitara a la misma que planteara una cuestión de constitucionalidad, se abriría una caja de Pandora, cuyos efectos serían más que devastadores. Imagínese el lector que, inadmitido el planteamiento, el recusante accede en amparo ante el Tribunal Constitucional y, aún más, si este desestimara la pretensión, la Corte de Estrasburgo le da la razón. Imagínese el lector qué sucedería si se tramitara la recusación de modo que, a la postre, se considerara ilegítimo el tribunal juzgador, por ser contrario al derecho al juez predeterminado por la ley. Imagínense las consecuencias que tendría para el proceso penal en concreto, para los demás procesos que se siguen en el TS contra Garzón y lo que podría suceder en la tan mal llamada como soterrada guerra de tribunales.

Joan Queralt es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona.

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