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Tribuna
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El juicio del corazón

Si la profunda tristeza que me ocasiona la muerte de Jesús de Polanco no llega a convertirse en abatimiento, es sólo gracias al consuelo de poder sentirme seguro, y agradecidamente orgulloso, de la naturaleza esencial que alimentaba la relación que durante tantos años mantuvimos: una auténtica y siempre correspondida amistad, más allá de circunstancias y avatares. Porque Jesús y yo fuimos amigos en unos años apasionantes de la historia reciente de España, como lo hubiéramos sido en cualquier otra, pero sometiendo en todo caso esa amistad a las dos únicas pruebas que determinan la viabilidad a largo plazo de este sentimiento: el tiempo y las diferencias ideológicas. A ambas se impuso, y por encima de ellas construyó una realidad mejor y más reconfortante, que ahora queda y se hace sentir aun cuando falte su presencia.

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No es casualidad que siendo aún muy joven heredara la amistad de Jesús, de quien antes que yo la había disfrutado mi padre, José María Ruiz-Gallardón. Al fin y al cabo, fue él quien me enseñó que no vale la pena ninguna idea que exija el rechazo personal de aquellos que legítimamente discrepan de nosotros, y, más aún, quien me hizo ver que el sentido de la lucha política que entonces se libraba era precisamente definir una sociedad distinta, a partir de una premisa inversa de respeto y entendimiento. Una sociedad, en fin, como la que Jesús quería, y por la que trabajó con tesón y talento junto a tantos otros de su tiempo, para que el debate político quede acotado al ámbito de la razón y las instituciones que ésta articula, y los corazones sean al mismo tiempo libres para encontrarse, reconocerse y acercar a los hombres. Si algo tiene que significar nuestro sistema democrático y liberal, es precisamente eso, como bien sabía, por ejemplo, un Raymond Aron a la hora de defender su "extraña" amistad -¿cuál no lo es?- con un muy distinto Jean-Paul Sartre.

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Pero que nadie piense que esta amistad se construía únicamente a contracorriente de la discrepancia. Eran muchas también las coincidencias, como la pasión y la entrega con la que ambos vivíamos nuestros respectivos compromisos con una determinada manera de entender cómo incorporar nuestro país a la modernidad, ya fuera política, en mi caso, o cultural y económica, en el suyo. Por lo que a él respecta, lo hizo de modo brillante, otorgando solvencia empresarial al gran proyecto periodístico inicialmente concebido por José Ortega Spottorno para EL PAÍS, y superando así por primera vez la tradicional fragilidad y contingencia que, salvo alguna destacada excepción, han venido aquejando a las empresas editoriales y periodísticas españolas. La creación del que hoy es el mayor grupo de comunicación nacional a partir de ese esfuerzo de Jesús demuestra que el sueño que anotó en un cuaderno antes de cumplir los treinta años era más que factible -en un momento en el que pocos se hubieran atrevido a soñar tanto-, pero, sobre todo, revela que la confianza que los dos teníamos en las posibilidades de nuestro país para afrontar ambiciosos proyectos de renovación y crecimiento eran fundadas.

Con todo, más que un visionario, Jesús era un editor minucioso y conocedor de su oficio, y por tanto consciente de que, siendo importante la eficacia del canal, nunca lo es más que la calidad de los contenidos y los profesionales que los elaboran. La modernidad que él aportó a la industria de la comunicación está relacionada con esa verdad de fondo que a veces hace olvidar el espectáculo tecnológico. Supongo que de ahí procedía su actitud de permanente respaldo a los profesionales de los que se rodeó, además de brotar, claro, de un innato sentido de la fidelidad que él hacía extensivo a cuantos estuvieran dispuestos a aceptar su afecto sobrio y hondo. Por eso Jesús de Polanco consagró su vida al Grupo PRISA, como yo a mis ideas y mi Partido, desde puntos de vista distintos y a veces incluso divergentes, pero en un simétrico ejercicio de lealtades lo suficientemente intenso y sincero como para permitirnos a ambos enriquecerlo con la lealtad añadida que nos profesábamos mutuamente. Por encima de dificultades, tensiones y hasta incomprensiones, a partes iguales repartidas, nunca dejamos que esa tarea común que ambos respetábamos tanto y en la que consistía nuestra amistad sufriera erosión alguna. Quizá porque ésa fue la enseñanza de la generación de mi padre y de la de Jesús, como yo quiero que sea la de ésta. O quizá, simplemente, porque, tratándose de personas, siempre es más fácil errar desde la apreciación subjetiva de las ideas que confiando en el juicio claro del corazón.

Alberto Ruiz-Gallardón es alcalde de Madrid.

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