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La larga vida feliz de Margarito Duarte

He vuelto a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas apacibles de la Roma antigua, y no sólo me sorprendió por su aspecto irreversible de romano viejo, sino por su tenacidad irracional. La última vez en que lo había visto, hace más de veinte años, conservaba todavía la ropa funeraria y la conducta sigilosa de los funcionarios públicos de los Andes. Ahora, sus maneras me parecieron las de alguien que ya no pertenece a nadie más que a sí mismo. Al cabo casi de dos horas de recordaciones nostálgicas en uno de los cafecitos del Trastévere, me atreví a hacerle la pregunta que más me ardía por dentro.-¿Qué pasó con la santa?

-Ahí está -me contestó-, esperando.

Sólo el tenor Rafael Rivero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga humana de la respuesta. Conocíamos tanto su drama que durante muchos años pensé que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor que todos los novelistas esperamos durante toda la vida, y si nunca tomé la decisión de dejarme encontrar fue porque el final de su historia era imprevisible y casi imposible de inventar. Todavía lo sigue siendo.

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Margarito Duarte llegó a Roma en el verano de 1954. Era la primera vez que salía de su remota aldea de los Andes, y no necesitaba decirlo para que uno lo supiera, a primera vista. Se había presentado una mañana en el consulado de su país en Roma, con aquella maleta de plano lustrado que por su tamaño y su forma parecía el estuche de un violonchelo, y le había planteado al cónsul el motivo asombroso de su viaje. El cónsul llamó entonces a su amigo, el tenor colombiano Rafael Rivero Silva, para que éste le consiguiera una habitación a Margarito Duarte en la pensión donde ambos vivíamos. Así nos conocimos.

Ese mismo día nos contó su historia. No había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por las bellas letras le había inducido a darse una formación cultural más alta, mediante la lectura concienzuda y un poco apasionada de cuanto material impreso pasaba a su alcance.

A los dieciocho años se había casado con la muchacha más bella de su provincia, que murió dos años después, y de ella le quedó una hija más bella aún, que había muerto poco después a la edad de siete años. Margarito Duarte era el registrador de instrumentos públicos de su municipio desde que terminó la escuela primaria. Y siguió siéndolo hasta que una trastada de su destino lo embarcó en aquel viaje demente que había de torcer para siempre el rumbo de su vida. Todo había empezado seis meses antes de su llegada a Roma, cuando hubo que cambiar de lugar el cementerio del pueblo para construir una empresa. Margarito Duarte, como todos los habitantes de la región, desenterró sus muertos para la mudanza y aprovechó la ocasión para ponerles urnas nuevas. La esposa estaba convertida en polvo al cabo de doce años, pero la niña estaba intacta. Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el olor de las rosas frescas con que la habían enterrado. Las voces que proclamaron el milagro se oyeron de inmediato hasta mucho más allá de su provincia, y durante toda la semana acudieron al pueblo los curiosos menos pensados. No había duda: la incorruptibilidad del cuerpo ha sido siempre uno de los síntomas más visibles de la santidad, y hasta el obispo de la diócesis estuvo de acuerdo en que la noticia de aquel acontecimiento debía de llegar hasta el Vaticano para que la sagrada congregación del rito rindiera su veredicto. Fue así como se hizo una colecta pública para que Margarito Duarte viajara a Roma a batallar por una causa que ya no era sólo suya, ni del ámbito estrecho de su pueblo, sino un asunto de la patria.

En el curso de su relato, Margarito Duarte abrió el candado y luegó la tapa del baúl primoroso que parecía un estuche de violonchelo, y entonces el tendr Rivero Silva y yo participamos del milagro. No era una momia marchita como las que se ven en tantos museos del mundo, pues aquella hubiera podido confundirse con una criatura que seguía dormida al cabo de doce años bajo la tierra. No había color de miel en reposo, y los ojos abiertos eran diáfanos y vivos, y causaba la impresión irresistible de que nos estaban viendo desde la muerte. La niña había sico vestida de novia virgen para ser sepultada, de acuerdo con tina costumbre muy antigua de sil, región, y le habían puesto en las manos un ramo de rosas.

El prodigio

Pero el raso y los azahares falsos de la corona no habían soportado el rigor del tiempo con tan buena salud como la piel. Con todo, lo más sorprendente era que el cabello no había cesado de crecer y le llegaba hasta los pies. Lo mismo había ocurrido con las uñas, pero se las habían cortado por decisión unánime del pueblo. Pues hasta los intérpretes más puros estuvieron de acuerdo en que era un espectáculo contrario a la santidad. De todos modos, Margarito Duarte llevaba en un frasco las uñas cortadas. Por si hacían falta como prueba adicional del prodigio.

Margarito Durante empezó sus gestiones en los últimos meses de aquel verano ardiente y ruidoso. Al principio dispuso de una cierta ayuda de las auitoridades diplomáticas de su país, pero muy pronto quedó a merced de su propia inspiración. Pío XII, que era el Papa de entonces, no dio nunca señal alguna de haber tenido noticias del milagro. Más aún: la secretaría de Estado no contestó nunca la carta manuscrita de casi sesenta folios que escribió y entregó Margarito Duarte en persona. En el verano siguiente desistió del concurso inservible de sus diplomáticos, y fue solo a Castelgandolfo con el estuche de la santa para mostrarla al Papa, pero no le fue posible porque el sumo pontífice no circulaba por entre los turistas que llegaban de todo el mundo para verle, sino que apareció en un balcón del patio interior, y desde allí pronunció seis veces el mismo discurso en seis idiomas. Pero ni aquella frustración inicial ni las incontables y muy descorazonadoras que ha padecido desde entonces han logrado quebrantar su determinación.

Invencible Margarito Duarte. La semana pasada, mientras conversaba en el cafecito del Trastévere, me hizo caer en la cuenta de que han pasado ya de cuatro los papas desde que él esperaba, de modo que hay razones para creer que sus posibilidades, hablando en términos estadísticos, son cada vez mayores. Después de eso no tengo ya ninguna duda: el santo es él. Sin darse cuenta, a través del cadáver incorrupto de su hija, Margarito Duarte lleva más de veinte años de estar luchando en la vida por la causa legítima de su propia canonización.

Copyright 1981. Gabriel García Márquez-ACI.

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