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OPINIÓN
Columna
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Las lenguas, pero...

Juan Cruz

Mi lengua es la lengua española. ¿Orgullo? Me gustan mucho todas las lenguas, y la española es una lengua fantástica; ahora bien, si no la aprendemos bien, si no la decimos bien, si no la usamos bien, ¿para qué sirve? La lengua es como la mano: la das en señal de amistad o la arrojas en señal de insulto o de pelea. Así que tampoco hay que hacer demasiado ruido con el orgullo que uno siente cuando habla de su lengua. La lengua es según como la uses.

Ahora bien, me gusta la lengua española, la de Cervantes y la de Fernando Vallejo, la de Unamuno y la de Caballero Bonald. Pero también me gustan la lengua inglesa y la lengua francesa, el italiano me parece un idioma apasionante, y me gusta escuchar cómo hablan el catalán los catalanes, cómo hablan el gallego los que tienen la dicha de hablar en ese idioma, y me encanta el sonido del euskera sobre todo desde que escuché cantar a Mikel Laboa.

Ahora ha surgido -¡otra vez!- la polémica de las lenguas en España. Los que hicieron la Constitución creyeron que habían resuelto el asunto; pero el asunto es un grumo que prospera de vez en cuando en la mente nacionalista española. De modo que germina, se manifiesta, vuelve a la carga diciendo que está muy bien que haya varias lenguas estatales, pero...

Este es el país del pero. Muchas personas de las que no tienen mala intención lo usan simplemente para que no las confundan. Dicen: "Adoro las lenguas vasca, catalana, gallega, pero si tenemos el español para comunicarnos en la vida común, ¿qué hacemos recurriendo a idiomas que solo se hablan en determinados lugares del Estado?". Por esa regla de tres, o de cuatro, un día solo se hablará inglés, el más común de los idiomas, en el Parlamento Europeo o en las Naciones Unidas.

A mí me ha sorprendido mucho, entre los lugares comunes que he escuchado estos días acerca del uso de las lenguas estatales en el Senado, lo que tuvo a bien decir el presidente del Congreso, José Bono. Él, dijo, tiene una opinión sobre el asunto, pero se la reserva. Se podría imaginar que esa opinión es, en este momento, la del presidente de las Cortes, que representa de manera singular el respeto por lo que la Constitución manda. Y la Constitución manda que en su vida privada Bono puede decir ocho y ochenta, pero desde esa estatura pública en la que le ha puesto la soberanía popular tiene que decir que tiene una opinión y que esta no difiere de la que obliga la Carta Magna.

Otro asunto que me ha causado cierta sorpresa en esta retahíla de insultos a las lenguas que he escuchado estos días es cómo se ha reducido todo al coste del pinganillo que deben usar sus señorías para atender lo que digan quienes hablan en catalán, en vasco o en euskera en la Alta Cámara. ¿Es, de veras, ese un problema, o será parte del pero nacional, que prospera siempre que amanece este asunto de las lenguas?

Este es un país rico en sensibilidades, en literatura, y es rico en lenguas. No entiendo muy bien por qué se quiere limitar esta riqueza; por qué, además, existe esa tendencia a la burla que ya hubo en otras épocas y que sigue cayendo como una ofensa hacia los que hablan como Cunqueiro, como Laboa o como Pla.

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