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Tribuna:DEBATE | La sociedad gris
Tribuna
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El maltrato de la vejez

Enrique Gil Calvo

La acumulación en las morgues parisinas de cadáveres de ancianos abrasados por la canícula, sin que en muchos casos se hallasen familiares dispuestos a velar sus restos, ha despertado una oleada de mala conciencia por la forma de tratar a los mayores que estamos adquiriendo. Y esa forma sólo puede calificarse de maltrato. Maltrato no sólo material sino sobre todo moral, lo que quizá resulte todavía peor. Por eso, mientras leía este agosto en la prensa cómo se iban calcinando los ancianos, no pude menos que recordar las piras funerarias de hace cuatro siglos, cuando la caza de brujas envió a la hoguera a decenas de miles. Hoy ya somos modernos y por eso cuidamos las formas, renunciando a maltratarlos en público. Así que nuestro maltrato es solapado e hipócrita, pues mantenemos vivos a nuestros mayores hasta edades muy tardías, pero dándoles al mismo tiempo una vida indigna.

Lo peor no es la soledad, sino la pérdida progresiva de su autonomía personal
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El apagón estadístico del Gobierno impide saber cuántos an-cianos españoles han muerto de calor este verano. Pero esa política del avestruz no debe hacernos creer que aquí tratamos mejor a nuestros mayores. El gasto público en protección de la vejez -pensiones, plazas hospitalarias y servicios sociales- es el más bajo de Europa. Y los días 18 y 19 de este mes acaban de celebrarse en Valencia unas jornadas sobre violencia contra personas mayores cuyas estimaciones ponen los pelos de punta. Esto demuestra que lo peor de la vejez no es la soledad, pues resulta peor el maltrato material y moral que sufren muchos ancianos a manos de sus familias o de sus cuidadores. Es verdad que se trata de una excepción, que si ahora se denuncia es porque empieza a parecer intolerable. Pero si bien el maltrato directo parece en vías de control, el maltrato indirecto, involuntario e inconsciente podría estar creciendo como colateral efecto perverso de la protección a los mayores.

El envejecimiento se convertirá en un problema social de primera magnitud a partir de 2025, cuando envejezcan las superpobladas cohortes del baby boom que sobrevivirán hasta edades muy tardías pero aquejadas de múltiples discapacidades crónico-degenerativas. Entonces se planteará en toda su crudeza la gran cuestión del tratamiento de la vejez. ¿Qué hacer cuando su proporción se acerque al tercio del total? Para entonces habría que desarrollar el cuarto pilar del Estado de bienestar, formado por los servicios sociales, hoy casi inexistentes en España. Pues como usuarios de tales servicios, necesarios para atender su creciente discapacidad, los ancianos serán competidores naturales de los demás usuarios, que son los menores, las mujeres y los inmigrantes. Y aquí se da la paradoja de que son estas dos últimas categorías las que hoy están supliendo por defecto la carencia de servicios sociales, pues asumen la atención domiciliaria que los mayores reciben de las mujeres de su familia -en detrimento de su trabajo profesional- o de asistentas inmigrantes a sueldo.

Pero la protección de sus necesidades materiales -salud pública, servicios geriátricos y atención domiciliaria- es una condición necesaria pero no suficiente, pues además se precisa la protección de sus derechos civiles, entre los que destaca el derecho a no ser excluidos ni discriminados. El peor problema planteado por el envejecimiento no es la soledad de los mayores sino la pérdida progresiva de su autonomía personal. Hay déficit de autonomía material tanto por razones económicas -dado el ostracismo excluyente que implica la jubilación y la pérdida del poder adquisitivo de las pensiones de vejez, cuya futura financiación es muy problemática- como por razones corporales, pues la creciente discapacidad física y sobre todo mental coloca a los mayores en situación de dependencia de sus cuidadores. Ésta es la más insidiosa condena que amenaza al envejecimiento: la pérdida de autonomía moral e independencia civil de los mayores, que les somete al dominio de aquellos poderes públicos y privados -la familia, los médicos, las autoridades- de los que dependen.

Lo más triste del trato que damos a los ancianos no es que les abandonemos a su suerte -lo que al menos les obliga a valerse por sí mismos-, sino que les tratemos como a menores de edad necesitados de protección y tutela, lo que les coloca bajo nuestro poder discrecional y arbitrario. Pues al sentirnos magnánimos y aceptar protegerles, lo hacemos privándoles de sus derechos, tras expropiarles su propia responsabilidad personal como sujetos agentes. Por eso les engañamos con mentiras piadosas -para que no sufran, los pobrecitos-, les impedimos que elijan por sí mismos -no vayan a hacerse daño sin querer- y tomamos decisiones por ellos, llegando en la práctica a incapacitarlos aunque sólo sea informalmente. Y esto lo hacen tanto las familias como las autoridades civiles y médicas, en cuyas manos delegamos su tutela para procesarlos como objeto pasivo de tratamiento tecnocrático. Por supuesto con las mejores intenciones, de las que está empedrado el infierno a cuyo limbo les condenamos. Así acabamos por tratarles como a mascotas domésticas o ejemplares de zoo geriátrico, reducidos al entrañable papel de animales de compañía merecedores de simpatía y cuidado. Todo con tal de no reconocer su auténtica dignidad de personas dueñas de sí, enfrentadas al periodo más trágico de su vida, lo que nos obligaría a tratarlos no con paternalismo sino de igual a igual, respetando su libre albedrío para bien y para mal, lo que también exige reconocer su legítimo derecho a disponer de su vida.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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