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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los menores, las tragaperras y otras cosas

LA NUEVA orden ministerial que prohíbe la entrada a los menores en establecimientos públicos donde se encuentren máquinas tragaperras atiende a una situación que estaba reclamando la atención pública. La escueta advertencia en las máquinas prohibiendo su uso a menores no era respetada, ni vigilado su cumplimiento por los responsables y empleados de los locales. Por el contrario, las máquinas tragaperras, tras su legalización, han proliferado en progresión geométrica y han tenido entre su público a una gran proporción de niños y adolescentes que han gastado sin tino y al socaire de la excitación que la máquina convoca, cantidades de dinero muy por encima de lo que había sido el presupuesto regular de sus ocios. Informes de comisarías y juzgados ponen de relieve que es esta afición a las maquinitas lo que se encuentra muchas veces detrás de la extensión de la delincuencia juvenil.Tanto por la cronología de su implantación, como por ,la naturaleza de los lugares donde se han colocado estos artilugios, las máquinas tragaperras han surgido en España con un carácter que las ha hecho asimilables a los anteriores ingenios electrónicos de batallas intergalácticas y logísticas marcianas. Alineadas en el mismo escenario y con los reclamos de la misma distracción ambiental, los juegos de diversión se han juntado con los juegos de azar y dinero, en una incontrolada combinación que les ha hecho aparecer como elementos afines y permuta6les, del mismo ocio. Ya hemos dicho en alguna ocasión que los propios juegos electrónicos merecerían, dado su precio declaradamente abusivo para las posibilidades de cualquier ciudadano español de catorce años, someterse a una regulación que evite y controle que existan niños que decidan tirar de navaja con tal de pagarse una tarde de solazamiento. Por lo demás, el hecho de que en España no exista una neta diferencia, a muchos efectos, entre locales que se llaman bares, cafeterías, cafés, snacks, pubs, etcétera, y que no se distinga, sino en muy exiguas excepciones, entre lugares donde se expenden bebidas alcohólicas y aquellos en los que no se sirve alcohol, impide una clara selección por edades del público que frecuenta unos recintos y otros. De esta manera en la definición genérica de cafetería todo parece ser consumible para todos, y acaba resultando muy complicado discriminar entre los usuarios. Tan complicado que la trasgresión, y no el precepto, ha sido paradójicamente la norma.

La medida que ahora se pone en vigor no corrige esa falta de distinción entre establecimientos que favorece, entre otras cosas, el fácil acceso al alcohol por los menores. Pero vale al menos para fijar la atención sobre los problemas de la regulación del juego en nuestro país. Según algunas estimaciones el parque actual de máquinas electrónicas, entre video-juegos y máquinas de azar con premio, rondarían las 400.000 unidades. Del conjunto de todas ellas, más los tocadiscos y los pin-ball, las tragaperras alcanzarían actualmente una cuarta parte, y las previsiones eran de que este porcentaje se duplicaría a fines de 1982. Los dueños de bares y cafeterías tendrán ahora. que- escoger -si lo ordenado se lleva realmente a efecto- entre la permanencia de esas máquinas de azar o la conservación del sector de edades menores, para el que se prohíbe el acceso a establecimientos que cuenten con tales aparatos. Con esta perspectiva, es probable que los interesados no celebren la medida prohibitiva. Pero tan probable como que sea acogida favorablemente por tantos padres no sólo "saqueados" por la precoz avidez de ganancia fácil de los hijos, sino ya, a estas alturas de la omnipresente máquina tragaperras, razonablemente inquietos por ese abusivo fomento del juego de azar enmascarado en forma de distracción inocente.

Una reflexión añadida: resulta curiosa esta sociedad, tan remisa a plantearse de frente temas como la droga -en todas sus formas- o la prostitución, y tan alegre a la hora de permitir el consumo de alcohol o el hábito del juego a niños que apenas cuentan con uso de razón. No creemos, por desgracia, que esta medida del Gobierno que hoy elogiamos se enmarque en los deseos de creación de una verdadera nueva moral civil, ajena a prejuicios, dogmas o condicionamientos religiosos y morales que escapan de hecho a la voluntad de los ciudadanos. Así resulta que mientras los fumadores adultos de porros son perseguidos sañudamente por la ley y la policía, los empresarios ocultos -o no tan ocultos- que se enriquecen con estas corrupciones aparentemente menores que las maquinitas conllevan, lo hacen sobre la voluntad no formada de niños y adolescentes. Es el problema en todo su conjunto, la capacidad de un mayor de edad para hacer legalmente cosas que se le prohíben -y sobre cuya prohibición se construye todo un ámbito de delincuencia y amenazas a la salud pública del más variado género y la necesidad de impedir la manipulación y utilización de los menores por parte de desaprensivos que generan en aquellos hábitos perniciosos por puro afán de lucro, lo que el Gobierno y el Parlamento deberían plantearse de una vez. Y sin embargo, qué paradojas, los culpables de esos mismos males que roen silenciosa y pacientemente las esperanzas de cientos de miles de jóvenes, se pronuncian abierta y rimbombantemente contra las leyes de divorcio, la legalización del aborto, la regulación de la droga blanda, la tolerancia legal para con la prostitución y la ley de incompatibilidades. En suma, puritanismo de la peor especie.

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