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El miedo ha salvado quizá el euro

Timothy Garton Ash

Angela Merkel llegó a Davos el miércoles 25 de enero y, en un discurso construido con tanta solidez como un Mercedes, volvió a asegurar a los líderes económicos del mundo que el euro se va a salvar. Esta vez, sin embargo, existe una diferencia: parece que hay más gente que se lo cree. Y eso suscita de inmediato dos preguntas: aunque se salve la eurozona, ¿dónde está la estrategia de crecimiento? ¿Y dónde deja ese rescate del euro a la política europea en general?

A propósito del euro, noto un cambio de ánimo considerable. Hace seis meses, los líderes políticos y empresariales no estaban convencidos de que Europa en general, ni Alemania en particular, fueran a hacer lo que era necesario. Una acumulación gradual de medidas pragmáticas individuales -muy al estilo de Merkel- ha cambiado esa sensación. Está la decisión de acelerar la implantación del Mecanismo de Estabilidad Financiera el próximo verano, pisando los talones al Instrumento Europeo de Estabilidad Financiera ya existente. Está el papel muy activo del FMI, otro método indirecto que tienen los Gobiernos europeos para ayudar (e imponer condiciones) a otros Gobiernos europeos. Están los "dos Marios". Hace poco oí a un destacado banquero calificar la iniciativa de Mario Draghi de conceder generosos préstamos a tres años del Banco Central Europeo a los bancos como "la forma europea de FC (flexibilización cuantitativa)". El programa pedagógico de Mario Monti para Italia también ha recibido elogios. No se trata de un "gran bazuka" al estilo de China o Estados Unidos; la versión europea consiste en un despliegue de bazukas pequeños y medianos.

Ahora hace falta una política de la esperanza, una estrategia de crecimiento
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Hay un escepticismo e incluso cinismo generalizado sobre los políticos

Dado que la realidad de los mercados es cuestión de percepciones, y que los seres humanos que forman "los mercados" tienen una sólida representación aquí, en Davos, podemos decir que esa percepción es también un elemento de realidad. El ánimo podría volver a cambiar, incluso en cuestión de días, si no se resuelve el aparente punto muerto en el que se encuentra la situación de la deuda griega. Pero cada vez se oye más decir que Grecia es un caso especial. En caso de una bancarrota griega, la eurozona tendría que actuar muy deprisa para demostrar que no iba a dejar que Portugal siguiese el mismo camino. Pero, de conseguirlo, ese podría ser también un punto de inflexión muy positivo. Significaría haber trazado una línea.

Supongamos, pues, que, de aquí a seis meses, se salva la eurozona. Surgen dos problemas. El primero: ¿de dónde va a venir el crecimiento? La receta alemana de austeridad -sobre la que Merkel cree que necesita convencer a los reacios votantes

alemanes (con unas elecciones nacionales en el horizonte, el próximo año), el Bundesbank y el Tribunal Constitucional alemán- no da una respuesta clara.

Como advirtió George Soros en el discurso pronunciado en Davos el miércoles, si Europa no tiene una estrategia de crecimiento, corre peligro de caer en una "espiral de deuda deflacionaria". Si las economías se contraen y los ingresos fiscales disminuyen, el peso de la deuda -la ratio de la deuda acumulada respecto al PIB- aumentaría. A principios de semana, el FMI hizo pública una previsión revisada en la que hablaba de una contracción de la economía de la eurozona del 0,5% en 2012; por supuesto, a algunos países les irá mucho peor que a otros, y Reino Unido se verá arrastrado.

Lo cual nos devuelve a la política. Si los mercados se mueven por percepciones y emociones, también lo hacen las democracias. Los primeros dependen de las de unos cuantos, y las segundas, de las de muchos. Y los sentimientos en Europa son muy negativos. Lean los periódicos, vean la televisión, observen las encuestas de opinión, sigan los debates en los Parlamentos nacionales, vean las manifestaciones en las calles: encontrarán pocas muestras de lo que Merkel llamó el otro día "la felicidad de poder construir cosas juntos".

Existen enormes resentimientos entre unas naciones y otras: los griegos contra los alemanes y los alemanes contra los griegos; los europeos del norte contra los del sur; los británicos contra casi todos y casi todos contra los británicos. Existe una crisis general de confianza en el proyecto europeo. Y existe un escepticismo e incluso cinismo generalizado sobre los políticos, tanto nacionales como europeos.

Si lo que estamos presenciando es la salvación del euro, es un triunfo del miedo, no de la esperanza. Otros grandes momentos del proyecto europeo -la implantación del mercado único, 1989, las sucesivas ampliaciones, el lanzamiento del propio euro- se produjeron gracias a la esperanza. Hoy, es el miedo el que ha llevado a Alemania y otros a hacer lo mínimo necesario: el miedo a que los costes de la bancarrota sean más altos que la desagradable y antipática alternativa de "rescatar" a los países en dificultades.

Si la eurozona no recupera el crecimiento, o si solo lo hace en unos cuantos países mejor situados, estos resentimientos se multiplicarán. Aunque salga adelante, la crisis dejará legados de rencor. Cada vez más personas en la UE se preguntarán: "¿Así que para esto es para lo que de verdad sirve Europa?". (Recordemos que la unión monetaria europea se concibió no solo como una medida económica sino también, quizá incluso más, como una medida política). Esta pregunta tiene buenas respuestas, que es preciso articular con urgencia. Son soluciones que tienen que ver con nuestra capacidad de negociación en el mundo del siglo XXI, un mundo de gigantes emergentes, no occidentales, como China e India; desafíos globales como el cambio climático; la primavera árabe, la serie de acontecimientos más esperanzadora de esta década; y la defensa (con la ayuda de la crucial inmigración del mundo árabe, bien administrada) de los logros internos del último medio siglo, incluida cierta mezcla europea de prosperidad relativa, calidad de vida, justicia social y seguridad.

Sería una insensatez creer que el euro ha sido el camino mejor y más recto para alcanzar esos objetivos. Si el euro no existiera, no sería necesario implantarlo todavía durante un tiempo. Pero existe, con todos los defectos de diseño que ahora se ven. Tenemos que partir desde donde estamos. Ahora sería peor volver atrás que seguir adelante. Por difícil que sea, los europeos deben corregir esos defectos sobre la marcha, trabajar dentro de los necesarios límites que les imponen las democracias nacionales y añadir una estrategia de crecimiento.

Y, sobre todo, tenemos que reconocer que salvar el euro no puede sustituir al proyecto político general cuyo núcleo y catalizador se suponía que debía ser. La política del miedo quizá ha salvado el euro. Necesitamos una política de la esperanza para dar con una respuesta europea a la primavera árabe.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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