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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Un mudo que habla

Elvira Lindo

A toro pasado parece que el que tuvo éxito se lo mereció y el que fracasó se lo estaba buscando. Puede pasar también que el que fracasó en vida triunfara póstumamente tras una muerte miserable y que, al contrario, el que triunfó sin tener muchas luces cayera en el olvido una vez que la tierra se comiera su presencia. Tendemos a creer que existe una justicia superior que antes o después pone las cosas en su sitio. Es la eterna necesidad infantil de que siempre ganen los buenos. Pero no. Qué azaroso es todo. Pienso mucho en esto cuando entro a una librería aquí o allá, en Nueva York o en Madrid, y me fijo en aquellos autores que han sido seleccionados para ser traducidos. ¿Quién decide lo que se traduce? Hay veces que los editores compran lo que ha tenido éxito en otros países, pero hay otras en las que es el bendito azar quien decide: alguien que recomienda una pequeña joyita a un editor caprichoso, por ejemplo. Siempre he soñado con dirigir esa pequeña colección de tesoros que deberían estar disponibles para los lectores españoles. No grandes firmas de la literatura, porque ésas, evidentemente, están en circulación, sino memorias de gente que suplieron su falta de experiencia en la escritura con una abrumadora experiencia vital. Hoy tengo en las manos un librito que creía perdido y que ha vuelto a aparecer en un sitio inesperado, como si jugara a ser un tesoro que una vez y otra quisiera ser descubierto. En la portada hay un chaval de unos trece años. La foto se debió de tomar en 1901. Nos mira muy serio, como si se sintiera incómodo dentro de unas ropas elegantes que no ha vestido nunca. Debe ser el día de su Bar Mitzvah, ese momento en que los chavales judíos dejan de ser considerados niños. Vive con sus padres, sus abuelos, una prima y familiares que van y vienen en un piso miserable de la calle 93 Este de Manhattan. Su padre, Frenchie, es sastre y probablemente le haya confeccionado el abrigo que lleva. Frenchie trabaja en casa y cuando acaba con sus labores de costura se aplica a las labores del hogar. Cocina con tres ingredientes baratos, una col, unas costillas, unos fideos, pero consigue que la casa emane siempre el vapor culinario de la felicidad; aunque este niño está destinado a comer en grandes restaurantes y codearse con los personajes más notables del siglo XX, siempre recordará los guisos prodigiosos de su adorado Frenchie. Mamá o Minnie es, para la época, también una mujer singular. Nunca está en casa, sale a la calle a buscar la manera de que esa familia prospere y está decidida a que sus hijos se conviertan en los cómicos más relevantes del siglo. No cuenta con el entusiasmo de sus hijos: uno quiere ser escritor; otro, jugador profesional; otro, boxeador; el cuarto, inventor, y nuestro muchacho, pianista de barco. Pero qué le importa eso a Minnie; ella tiene su idea, una idea tan poderosa que conseguirá pasar a la historia con todos los honores como la verdadera inventora de los Hermanos Marx. Lo dicho, aquí está esta pequeña joya: las memorias de Harpo, el mudo, de las cuales hace unos años se extrajeron sus recuerdos infantiles de la ciudad para una colección dedicada a Nueva York. El libro se llama con mucha sorna Harpo habla, y desprende una ironía muy dulce, que le diferencia del sarcasmo de su hermano Groucho. En el prólogo, el escritor Doctorow recuerda el impacto que tuvieron las aventuras de los Marx en su infancia y señala, con mucho acierto, que la admiración por Groucho siempre estaba velada por esa especie de temor que provoca el sarcasmo cruel; sin embargo, en Harpo, los niños tenían un colega, el ser absurdo y travieso que toca una bocina, persigue a las chicas y guarda en los bolsillos una cantidad inagotable de objetos sorprendentes. Me gusta compartir de manera tan precisa los sentimientos de Doctorow. Harpo, aun sin abrir la boca, siempre fue para mí el personaje más comprensible de los Marx. Por eso disfruté con tanta emoción sus memorias, que me ayudaron a sobrellevar la angustia del 11-S: "No sé si mi vida ha sido un éxito o un fracaso, pero el no tener ninguna ansiedad de llegar a ser una cosa u otra me ha proporcionado un tiempo extra para la diversión". Este hombre candoroso, que disfrutaba del hecho de no ser una celebridad porque nadie le reconocía una vez que se desprendía del disfraz, vivió la infancia más pobre que pueda imaginarse, pero sus padres le dotaron de armas muy poderosas, el optimismo y la tranquilidad de espíritu. Jugó al pimpón con Gershwin, se sentó a charlar en el suelo con Greta Garbo, Bernard Shaw le pidió consejo..., pero para él no hubo nada como el cariño que recibió en su infancia. Lo que menos conoce la gente de mí, solía decir, es mi voz, que es sin duda mi rasgo más característico, porque, a pesar de los años, sigo teniendo el acento de un chico de barrio. En sus memorias escribe: "Cuando en las películas el personaje persigue a las chicas es Harpo, cuando toca el arpa soy yo, en ese momento dejo de ser un actor". Era el arpa que heredó de su abuela, igual que heredó de ella un solo patín, que le convirtió en el patinador sobre un solo pie más virtuoso de Central Park. Ironía y candor. No me digan que no querrían leer este libro.

Tendemos a creer que existe una justicia superior que antes o después pone las cosas en su sitio
"Lo que menos conoce la gente de mí es mi voz, mi rasgo más característico", solía decir Harpo Marx

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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