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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La nueva barbarie tecnológica

La capacidad destructora que trajo consigo la guerra fría se ha impuesto como patrón de los conflictos actuales, donde la población civil es la primera en caer. Otra víctima de esta deriva han sido las Humanidades

El siglo XX, iniciado bajo una confianza ingenua en el poder redentor de la Ciencia, eclipsó a cualquier otro de la historia en su catálogo de carnicerías bélicas y de tiranos adueñados del más inaudito poder, vuelto ahora posible por la complicidad del adelanto tecnológico. Su infausto legado es en este momento un género humano en proceso de autocanibalismo y un planeta en vías de volverse inhabitable. Han caído todos los hitos de retroceso ante la barbarie y hoy suscita risa recordar la condena medieval del uso de la ballesta en guerra entre cristianos, o la execración de la artillería por Erasmo de Rotterdam -¡la artillería elemental del siglo XVI!-. Cercana a terminar la primera década del nuevo siglo, continuamos bajo la misma inercia, aumentada por un recetario de praxis deshumanizadora, hipotecada a la idea de control por quien puede pagarla. Enemiga de espíritu y de toda noción de libertad, además de nutrida por las políticas del engaño publicitario y el cinismo de las grandes mentiras. Es verdad que se ha alcanzado una extraordinaria prosperidad económica, pero a beneficio de poquísimos y para volver a sus detentadores como nunca soberbios. Somos sin duda y con mucho la sociedad más opulenta que ha conocido la historia, lo cual es una realidad desoladora y no ningún motivo de satisfacción ni de júbilo, porque se dispone hoy de los recursos necesarios para eliminar del planeta la ignorancia, la enfermedad y el hambre, pero a la vista está lo que, sin necesidad de más comentario, se viene haciendo.

La lección de las guerras largas es que inundan el mundo de sangre y lo abocan a la destrucción
Cualquier reducción de presupuestos empieza por afectar en primer lugar a las Humanidades
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Las dos guerras mundiales cubrieron el mundo de cadáveres y el holocausto nuclear del Japón puso fin a toda ilusión ingenua en el poder transformador de la Ciencia, pero aun así el trance en que nos debatimos se lo debemos a la segunda, más que a la primera mitad del siglo XX. ¿Cómo es posible que hayamos podido llegar a esto en que hoy nos debatimos? Es una pregunta que he escuchado muchas veces a ambos lados del Atlántico y que acredita la confusión reinante acerca de algo tan esencial como la llamada guerra fría. No se ha perdido de vista cómo ésta se vio jalonada de calientes fogonazos en todo el globo (Corea, Congo, Cuba, Vietnam), pero predomina el sentir acrítico de haber sido, con todo, un dilatado periodo de paz. Primero y principal error, porque guerra fría, guerra económica, guerra cultural, etcétera, son todas guerras e iguales tanto en su génesis y proceder como en sus consecuencias. Y no estará de más recordar cómo una gran cabeza política de nuestro medievo, el Infante don Juan Manuel, prevenía en el siglo XIV contra el azote máximo de la guerra que él llama "tibia", pues la actividad bélica (nos dice) ha de hacerse "cuerdamente et con grant esfuerzo, et con muy grant crueza además. Ca la guerra muy fuerte et muy caliente, aquella se acaba aína... mas la guerra tivia nin trae paz nin da otra onra al que la trae". La unánime lección histórica de guerras tan prolongadas (los Cien años, los Treinta años, la del Peloponeso con sus veintisiete) no es otra que la de alimentarse de su propia sustancia, inundar el mundo de sangre y abocar a efectos de invariable signo destructor (dinastías franco-inglesas, Imperio germánico, la propia democracia ateniense).

La guerra fría ha sido, pues, medio siglo de desatada violencia y un caso más que agregar a la triste serie. Conforme a lo de siempre, su primera víctima fue la Verdad y el discurso racional que ya sabemos quién dijo que engendraba monstruos. La capacidad destructora de la guerra moderna en su tributo de sangre inocente ha vaciado de sentido toda idea de triunfo en el sentido de ganarla a modo de una competición deportiva. Al volverse ésta más peligrosa aún para la población civil que para los combatientes uniformados, se ha reducido toda ella al absurdo y la cuestión pendiente es sólo hasta cuándo continuará rodando semejante contrasentido. La guerra fría, además, no la ganó nadie. La perdieron en cambio las masas que la pagaron, sin rebelarse, con su trabajo y con su sangre. Aplastó literalmente al planeta bajo el peso de los armamentos y lo peor de todo, impuso el criterio de la violencia como "solución" a la mano y normal de cualquier problema. No es verdad que la venciera el llamado "Occidente", porque la desintegración del régimen soviético era inevitable desde el día que Lenin respondió a nuestro Fernando de los Ríos "¿Libertad? ¿Para qué?". Y la guerra fría tuvo el mismo efecto, aunque algo más lento, en el lado opuesto, pervirtiendo hasta el absurdo su sistema económico y erosionando los cimientos de su régimen civil con la crisis institucional en que hoy lo vemos debatirse. Desaparecido el muro de Berlín, proyecta la denominación el susodicho contrasentido dialéctico de frío y caliente hasta los linderos de lo disfuncional. Dado el magnífico negocio que para unos pocos significa la economía antieconómica de la guerra, precisaba ésta de pretextos con que eternizarse, y naturalmente no dejaron ni dejarán (podemos estar seguros) de seguir apareciendo.

En lo que a nosotros nos afecta, el balance negativo ha supuesto un hecho tan capital como la asfixia de las Humanidades en virtud de un largo asedio que cada año da una vuelta al garrote, tanto en su presencia académica como en sus aledaños discursos de actualidad social y política. Estamos ya acostumbrados a dar por normal que sean la primera cabeza que caiga en cualquier reducción de presupuestos, a modo de un lujo o pasatiempo inútil, pues ¿quién vacila hoy entre prescindir de una cátedra de economía y otra, digamos, de filosofía de la historia? Siempre tuvieron las Humanidades sus enemigos más o menos vergonzantes, pero la situación se volvió catastrófica cuando, alrededor de 1968, no pequeña parte de sus tradicionales aliados cambiaron de campo para tildar su simple existencia como un vano elitismo, con las lenguas clásicas como eje, corazón o diana favorita. Atacadas ahora desde dos frentes, los resultados están a la vista de todos. Naturalmente, el desmoche del globus intellectualis a título de vana frivolidad, no resiste análisis y constituye una necia irresponsabilidad con la que nuestro mundo actual (tan pendiente de pérdidas y ganancias) rehúsa enfrentarse y por la cual paga, en sentido estricto y nada figurado, un precio muy caro. Qué duda puede caber que todos estamos por una educación igualitaria, pero por ello se sobrentiende una alta calidad, un estímulo a la superación y no un patético rasero de indigencias. El salvamento y restauración de las Humanidades a su digno puesto se homologa a la otra cara, esta vez no física sino intelectual, de un planeta en peligro como morada para la especie humana. Y en el momento actual no basta con el simple tener razón. Es necesario también hacer un poco de ruido.

Francisco Márquez Villanueva es catedrático emérito de Literatura de la Universidad de Harvard.

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