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Una nueva contrarreforma

Enrique Gil Calvo

La Iglesia católica ha emprendido una nueva contrarreforma bajo la dirección estratégica de Ratzinger con el episcopado español como fuerza de choque. Una cruzada cuyo objetivo último es la dessecularización entendida como reconquista del espacio público, lo que implica un giro copernicano en sus métodos de apostolado sustituyendo la dominación canónica por la movilización carismática.

La Contrarreforma del siglo XVI fue un movimiento reactivo dirigido contra el primer racionalismo individualista (humanismo, erasmismo, luteranismo, calvinismo, cartesianismo, etcétera) que buscaba recuperar el control cultural sobre el poder político. Un control cuyo monopolio había perdido el papado a causa de la reforma protestante y que en parte logró recuperar reformando en profundidad sus prácticas organizativas y discursivas.

El episcopado español es la fuerza de choque de la cruzada de Ratzinger
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Tras el islam, la Iglesia católica se suma a la politización de las religiones

Y esta nueva contrarreforma es otro movimiento reactivo dirigido contra la secularización actual (cientifismo, globalismo, hedonismo, individualización, etcétera) que también pretende recuperar la influencia de la Iglesia católica sobre el espacio público. Una influencia que se había perdido por la retirada religiosa hacia la esfera privada, efectuada a partir de los años 60 y confirmada por el Concilio Vaticano II, pero que dos acontecimientos ocurridos con el cambio de siglo brindan la ocasión de neutralizar e invertir, tratando de recuperar su antigua influencia política en decadencia.

¿A qué acontecimientos me refiero? Ante todo, a la crisis de la izquierda derivada del fin de la guerra fría, que ha dejado a la religión sin adversario ideológico. En efecto, como resume Gauchet, la primera secularización significó una transferencia de sacralidad desde las religiones públicas oficiales hacia las ideologías políticas redentoras o salvacionistas: comunismo, socialismo, nacionalismo, etcétera. Pero el efecto corrosivo de la secularización más reciente también ha terminado por socavar la creencia en estas nuevas religiones políticas, pues hoy, tras el fin de las ideologías, ya nadie presta crédito al paraíso del proletariado ni a la sociedad sin clases. De ahí que, al declinar su vieja rival agnóstica -la izquierda anticlerical-, parezca llegado el momento de que las antiguas religiones se tomen la revancha, tratando de recobrar para sí una nueva contra-transferencia de sacralidad.

Es el segundo acontecimiento al que aludí antes, bautizado por Kepel como la revancha de Dios. Tras la pérdida de relevancia movilizadora del socialismo y el nacionalismo como estrategias antiimperialistas, su vacío ideológico fue ocupado por las religiones mesiánicas, que a partir del ejemplo de la revolución islámica de Jomeini comenzaron a proliferar por todas las culturas colonialmente sometidas en abierto desafío a la hegemonía occidental.

El ariete más visible de estas nuevas religiones políticas de combate antisistema es la nueva yihad islamista, pero también incluye la insumisión de otras culturas emergentes: confucianismo, hinduismo, negritud, indigenismo, etcétera. Semejante desafío religioso a escala global ha provocado como reacción (backlash) el resurgir del integrismo cristiano liderado por los telepredicadores evangelistas, que desde el profundo sur estadounidense ha reconquistado con eficaz activismo mediático un lugar protagonista para el populismo religioso en la esfera pública de las democracias occidentales.

Y aunque sea con algún retraso, la Iglesia católica no podía quedar descolgada de esta reciente politización de las religiones, que genera como consecuencia la clericalización de la política.

Además, en el caso español llueve sobre mojado, pues a cuanto acaba de resumirse se añaden entre nosotros ciertas singularidades locales, que explican la elección de España por Ratzinger como fértil tierra de misión.

No hace falta recordar las secuelas del franquismo (legitimación del levantamiento como cruzada, nacionalcatolicismo como ideología del régimen, Concordato heredado y renovado, etcétera), pero es que su inercia se ve reforzada por dos hechos provenientes de más atrás todavía. Ante todo subsiste el control por parte de la Iglesia de la educación de las élites y las clases medias, un control sin parangón en Europa que fue confirmado por la democracia actual y está reforzado por la elección de muchas familias secularizadas o incluso agnósticas, que prefieren llevar a sus hijos a colegios segregados por su limpieza étnica en busca no de capital humano (educación de calidad), sino de capital social (buenas relaciones y redes de influencia).

El otro hecho a señalar es que, desde hace más de dos siglos, las señas de identidad de la derecha española dependen del catolicismo como fuente hegemónica de inspiración política. Es la conclusión a la que llega la Historia de las derechas españolas, de González Cuevas (Biblioteca Nueva, 2000), que revela la irrelevancia en España de las otras fuentes de inspiración de las derechas europeas: liberalismo, conservadurismo, reaccionarismo, fascismo, etcétera. Aquí todas estas líneas de pensamiento fueron secundarias y quedaron relegadas ante la hegemonía política del catolicismo. Y esta centralidad del clericalismo en la derecha provocó como reacción en la izquierda un simétrico reflejo anticlerical que produjo trágicas consecuencias. Una situación ésta, de polarización en torno al catolicismo, que todavía persiste al día de hoy, cuando el principal órgano ideológico de la derecha española es la cadena mediática episcopal, que ha emprendido una guerra cultural contra el Gobierno como técnica política de movilización populista. Y ante su propio vacío ideológico, la izquierda no sabe responder al desafío más que con su viejo reflejo anticlerical.

Pero todo esto parecería cosa pasada o más de lo mismo si no fuera por una innovación radical en la metodología del catolicismo, haciendo que pueda hablarse de contrarreforma y no de mera continuidad histórica. Me refiero al recurso sistemático a técnicas de agitación mediática y movilización callejera, promovidas por el anterior papa Wojtyla, que se hallan en las antípodas de la tradicional práctica eclesiástica. Es un nuevo tipo de apostolado populista que no busca congregar fieles en torno a liturgias redundantes, sino que pretende convocar militantes y sacudir conciencias mediante la provocación de acontecimientos mediáticos: visitas papales, manifestaciones políticas, congresos apostólicos y denuncias proféticas contra el poder instituido. Todo ello, además, no con vistas a celebrar y conservar el orden vigente, sino al revés, con la intención de cuestionarlo y deslegitimarlo, denunciando su injusticia y exigiendo su rectificación. Y el mejor ejemplo es la estrategia esgrimida por el episcopado español contra el Gobierno socialista, que busca provocar su reacción anticlerical para poder hacerse la víctima inocente de una persecución laicista.

Así, la Iglesia católica deja de actuar como una estructura institucional de dominación burocrática, articulada en torno a seminarios y parroquias, para transformarse ritualmente (en términos de Turner) en una communitas o anti-estructura contra-institucional, que se realimenta mediante performances efímeras pero memorables por escandalosas. Unas técnicas de apostolado carismático y movilización populista que sólo son viables cuando se esgrimen contra el gobierno del enemigo de izquierdas, y que por ello trascienden al catolicismo canónico para dejarse contagiar por las técnicas de agitación subversiva del sectarismo protestante o la yihad islamista. Es la nueva guerra santa emprendida contra el 'relativismo' por este papado contrarreformista.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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