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Tribuna
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El oficio de periodista

Juan Luis Cebrián

Hoy hace treinta años -hoy, y no ayer como algunos periódicos más amigos de la mercadotecnia que de la verdad han proclamado- que una patrulla de la policía local de Washington descubriera una operación de espionaje en la oficina electoral del Partido Demócrata. Con ese episodio, en principio relativamente menor, comenzaba lo que probablemente constituye el más abierto enfrentamiento que se haya dado nunca entre el poder político y un medio de comunicación: el Watergate. Desde que el presidente Nixon se viera obligado a dimitir en agosto de 1974 como consecuencia de los escándalos posteriores al suceso, el nombre de ese hotel del distrito de Columbia quedó escrito con carácter indeleble en la historia pero también en la mitología del periodismo mundial. Watergate es símbolo de la independencia de la prensa frente al poder político y recordatorio del papel que a los diarios compete en una democracia, en tanto que develadores de corrupciones y manejos sucios. A partir de entonces se acuñó la idea del periodismo como un 'contrapoder'.

Durante estas tres décadas la prensa en general, y la norteamericana en particular, ha experimentado una considerable transformación. Desde los cambios tecnológicos a los experimentados en la estructura de propiedad de los diarios, todo o casi todo parece distinto hoy. La competencia con los nuevos medios electrónicos ha llevado a los periódicos a aligerar el peso de sus reflexiones al tiempo que aumentaba el número de sus páginas y potenciaban la inclusión del color en sus fotografías, primero en los anuncios, más tarde en la información. Algunas publicaciones míticas, como el Times de Londres, cambiaron su austera apariencia de calidad por el ropaje alegre del sensacionalismo, mientras que la prensa vespertina agonizaba en muchos países, víctima de las horas dedicadas por sus eventuales lectores a ver televisión. Más tarde aparecieron los soportes digitales, con la consiguiente fragmentación de la audiencia, e Internet, con su vocación de universalidad individualizada. Todo ello condujo a una acelerada y creciente concentración de las empresas periodísticas, que sobrepasó enseguida la propiedad de los medios de comunicación para entreverarse con la de los sistemas de ocio y entretenimiento. El tamaño comenzó a ser una condición de la supervivencia, y la tradición de propiedad familiar en el sector se trocó en la inclusión de los más importantes diarios del mundo en la lista de compañías cotizadas. El Washington Post acababa de salir al mercado de capitales precisamente por las mismas fechas en las que su accionista de referencia, Katherine Graham, que había heredado el diario de su marido, tuvo que enfrentarse a numerosas presiones tendentes a parar los pies a los reporteros del diario encargados de la investigación sobre prácticas delictivas en la Casa Blanca. Los abogados y gerentes del Post no cesaron de avisar sobre los peligros que encerraba un enfrentamiento abierto con el poder, que acabaría por redundar en perjuicio de los accionistas, dañando el mercado publicitario y arriesgando la renovación de las licencias de televisión que la empresa tenía. La señora Graham, que se había enfrentado poco más de un año antes a decisiones similares con motivo de los famosos Papeles del Pentágono, no dudó, sin embargo, en apoyar las tesis del director Ben Bradlee y su equipo de redactores a favor de continuar con la investigación y publicación de los hechos. El argumento que sustentaba su decisión era bien sencillo: un diario es una empresa mercantil, y como tal se debe a sus clientes, pero es también un órgano de opinión pública, por lo que su obligación es servir, antes que nada, a los ciudadanos. Esta es la filosofía que entonces triunfó, de la que nos hemos enorgullecido miles de periodistas de todo el mundo durante estos treinta años y sobre cuya vigencia cabe preguntarse hoy, ante las modas en boga, las nuevas realidades y las diferentes amenazas que sobre la libertad de expresión se ejercen -no pocas de ellas en nombre de la guerra sin cuartel contra el terrorismo-.

Bill Kovach y Tom Rosenstiel son dos periodistas y expertos en comunicación que se han dedicado durante el último lustro a plantearse estas cuestiones. Han conversado con cientos de colegas, lectores, empresarios, anunciantes y ciudadanos del común, recogiendo opiniones, impulsando debates y tratando de averiguar, en medio de la polémica, cuáles serían los elementos del periodismo, la materia prima fundamental que, como el fuego, el agua y la tierra para los antiguos, nuclea los fundamentos de la existencia de nuestra profesión. Su experiencia, recogida en un libro publicado hace unos meses, pone de relieve que el periodismo de hoy, incluidas las transformaciones que Internet propicia, sigue teniendo unos principios básicos que le identifican como profesión. Apartarse de ellos es desertar de la propia condición de periodistas. Estas normas están recogidas en un decálogo de nueve puntos que no me resisto a reproducir aquí: '1. La primera obligación del periodismo es la verdad. 2. Su primera lealtad es hacia los ciudadanos. 3. Su esencia es la disciplina de la verificación. 4. Sus profesionales deben ser independientes de los hechos y personas sobre las que informan. 5. Debe servir como un vigilante independiente del poder. 6. Debe otorgar tribuna a las críticas públicas y al compromiso. 7. Ha de esforzarse en hacer de lo importante algo interesante y oportuno. 8. Debe seguir las noticias de forma a la vez exhaustiva y proporcionada. 9. Sus profesionales deben tener derecho a ejercer lo que les dicta su conciencia'. Sería difícil decir más en menos frases sobre los derechos y deberes del periodismo profesional en nuestros días. Claro que estos nueve mandamientos se encierran fácilmente en dos, pues desde las tablas de Moisés no hay decálogo con el que no pueda hacerse algo así: el periodismo debe ser veraz e independiente.

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En tan sencilla, aunque resonante, sentencia se resume toda la esencia de nuestro oficio. Ser veraz significa que efectivamente los periodistas han de contar los hechos tal como sucedieron, no deben manipular los datos, ni resaltarlos a su conveniencia; tienen que ser rigurosos en la verificación, exhaustivos en las pruebas, puntillosos en los matices. Y tienen, sobre todo, que saber reconocer sus errores y sus equivocaciones, y estar dispuestos a purgar por ellas. Ser independiente equivale a que tengan conciencia del papel social que su tarea implica, a no administrar la verdad que conocen según las conveniencias o presiones del poder, a no inmiscuir sus opiniones o intereses personales con los de los lectores, a no cambiar su condición primaria de testigos por la de jueces, a ser críticos, discutidores, polémicos y brillantes sin que la pasión por las palabras les aleje de la primera pasión por la verdad, sino sirviéndose de aquéllas para iluminar con mejor y mayor luz a esta última.

El aniversario del Watergate es una fiesta para todo demócrata, y una buena oportunidad para reflexionar sobre los puntos aquí aludidos. Tanto o más que los partidos políticos y la representación parlamentaria, la libertad de expresión es condición básica para el establecimiento de democracias prósperas y sólidas. Estas son obviedades demasiadas veces olvidadas por el poder, que tiende hacia la autosatisfacción y el onanismo, parapetándose en los votos recibidos antes que honrando el libre albedrío de quienes se los otorgaron. Yo estuve con Nixon años después del escándalo, con ocasión de la publicación de un libro suyo en España. Me pareció un hombre amargado, rencoroso y cerril, incapaz de entender que la gloria del éxito de su política exterior pudiera haberse mancillado por las sucias triquiñuelas que empleó para vencer y desacreditar a sus adversarios políticos. Con Ben Bradlee y unos amigos cené la semana pasada en París. A sus 80 años estaba radiante de juventud y felicidad y jugueteaba como un niño a decirnos / no decirnos la verdadera identidad del garganta profunda, la fuente primordial de las revelaciones del caso. Algún otro de los presentes comentó el destino personal de los dos héroes de la historia, los periodistas Bernstein y Woodward. El primero ha devenido en pope de la profesión, dicta conferencias y escribe libros, algunos tan apasionantes como Su Santidad, la biografía del papa Wojtyla, texto en el que me sumergí a sugerente instancia de Gabriel García Márquez y que recomiendo a todo el que se interese por las miserias del poder temporal de la Iglesia. Woodward sigue oficiando de reportero, al parecer con el mismo entusiasmo y decisión con que se empleaba cuando joven, lo que le convierte en uno de los más temidos y apreciados periodistas de la ciudad.

Durante mucho tiempo he pensado que, siendo muy importante la contribución del caso Watergate a la historia de la prensa y de la libertad en general, su mitificación había generado no pocas desgracias. Entre las mayores de ellas puede situarse la obsesión de algunos colegas míos por derribar y encumbrar presidentes a su antojo, misión del periodismo que no he encontrado reseñada en el código moral arriba escrito. La decidida vocación de gran parte de la prensa española por intervenir activamente en las reyertas y conspiraciones del poder, poniendo en juego con gran descaro intereses de la empresa o de los periodistas que toman las decisiones, es lo que permite que se mantenga su carácter provinciano y atípico, marginal, en el panorama general de los medios de opinión pública europeos. Otra lacra no menor es la perversión injustificada que ha terminado por producirse del periodismo de investigación y de la que las cadenas televisivas nos ofrecen a diario lamentables ejemplos. El periodismo de investigación no puede convertir a los periodistas ni en espías ni en delatores. Tampoco en ladrones. La invasión indiscriminada y abusiva de la vida privada que muchas veces se comete jurando en falso el nombre de la libre expresión, el recurso a la utilización de métodos que en una democracia sana deben estar reservados a la caución y decisión judicial, como son las grabaciones clandestinas, la provocación a cometer irregularidades y corrupciones para así demostrar su existencia, la utilización del engaño y la mentira como métodos de trabajo, son cosas que permiten suponer que algunos periodistas de esos que se llaman agresivos están convencidos de que el fin justifica los medios. Ésa es la raíz y la esencia del pensamiento totalitario, por lo que, si queremos que el periodismo del futuro siga cumpliendo el rol social que le compete, debemos huir como de la peste de semejantes aberraciones profesionales. La historia del Watergate, la de sus protagonistas, debe servirnos también para eso: para apreciar la humildad difícil con la que es preciso ejerzamos nuestra tarea, aprender a separarnos de los fastos del palacio y apearnos de los balcones y tribunas desde los que nos saluda el poder. Al fin y al cabo, el éxito del Washington Post, su contribución a un cambio de rumbo en la historia política de la humanidad, se debe sobre todo a la perspicacia y la persistencia profesional de un reportero dedicado a la información local con buenos contactos con la comisaría de turno. Seguir teniéndolos es la obligación primera de todo el que se desempeñe en el oficio de periodista. Todo lo demás, la gran filosofía de estos temas, el mundo de las importancias y las reverencias, la vanidad del triunfo y la pretenciosidad del pensamiento, es algo que viene luego, a remolque de una lacónica y escueta nota policial.

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