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Los planes del G-20

Una vez más, la economía mundial está al borde del precipicio. Hace tan solo tres años Estados Unidos fue el epicentro de la crisis. Hoy lo es Europa. Una enorme inseguridad sobre el futuro tiene atenazados tanto a los ciudadanos corrientes como a los inversores de todo el mundo. La frustración y la ira se están extendiendo por las calles.

Una vez más, el G-20 tiene que actuar para prevenir un devastador deslizamiento hacia una profunda recesión, cuando no depresión, e impedir un dañino regreso al proteccionismo y a la devaluación competitiva.

En la cumbre de Cannes, los países del G-20 deberán reconocer de una vez por todas que, en la economía global de hoy, ningún país o bloque de países es inmune a una fragilidad y volatilidad expansivas. Tanto las economías avanzadas como las emergentes son altamente vulnerables a cualquier turbulencia económica y financiera que tenga lugar más allá de sus fronteras.

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Para ser eficaz, este organismo debería crear un secretariado permanente

Bajo el liderazgo del presidente Sarkozy, los países del G-20 deberán poner en marcha una creíble estrategia global para el crecimiento y el empleo que tenga por objeto una expansión generalizada que reduzca la creciente diferencia de rentas entre ricos y pobres en el seno de cada país y entre las distintas naciones, compartiendo esa carga equitativamente y por encima de fronteras.

Europa es hoy la urgente prioridad. El acuerdo de Bruselas sobre la deuda soberana de Grecia, así como el incremento de volumen del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera hasta un billón de euros y la recapitalización bancaria son pasos necesarios y significativos. Pero, como bien se han dado cuenta ya los mercados, la crisis fiscal, bancaria y política de Europa solo puede ser resuelta de un modo que al tiempo que establece políticas creíbles a largo plazo para reducir los déficits no dificulte las perspectivas de crecimiento a corto plazo. Si hoy todos persiguen la austeridad no hay salida para los que tienen un balance poco saneado. Allá donde los déficits y los tipos de interés son demasiado altos, los Gobiernos no tienen más remedio que recortar presupuestos. Donde los balances son saludables, por ejemplo en Alemania, hay mayor espacio para sustentar el crecimiento.

Grecia y el resto de la periferia europea no pueden contar con una estrategia creíble para volver al crecimiento sin algún tipo de acción solidaria por parte de la eurozona. Sin tales políticas complementarias y coordinadas, la deuda soberana de Europa, al igual que la deuda hipotecaria norteamericana, nos seguirá ahogando a todos e impidiendo cualquier retorno al crecimiento global.

Incluso si Europa busca la ayuda de prestamistas externos, incluida la de las economías emergentes más resistentes como China, el Banco Central Europeo debe seguir siendo el prestamista de último recurso.

Como todo el mundo ya sabe, los líderes europeos deberán comprometerse más en el logro de una integración mucho mayor a través de una unión fiscal y una más profunda coordinación económica, y avanzar hacia la unión política, o de lo contrario enfrentarse al colapso del euro.

Si el G-20 quiere seguir siendo creíble en esta segunda ronda de la convulsión global es necesario que cumpla con todos los compromisos que adquirió en las reuniones precedentes. Tiene que actualizar su declaración de la cumbre de Londres fortaleciendo la llamada capacidad de vigilancia del FMI para evaluar de manera independiente las políticas de los países que contribuyen a la inestabilidad del sistema global, aumentando sus cuotas, y reformando su estructura de manera que refleje el nuevo peso de las economías emergentes.

Para convertirse en una institución eficaz para la gobernanza global y construir una comunidad de intereses a largo plazo, el G-20 debería considerar el establecimiento de un Comité Ejecutivo con un secretariado permanente, de manera que haya una continuidad de políticas y de decisiones entre cumbre y cumbre.

Además, en este momento crítico en el que vuelven a emerger las tentaciones proteccionistas, el G-20 necesita reafirmar su compromiso de apertura global al comercio y la inversión, llevando a su completo término las negociaciones de la Ronda de Doha, lo que supondrá una apertura de mercados que beneficiará a los países en vías de desarrollo.

Nos encontramos hoy atravesando una histórica transformación estructural. Los países del viejo G-7, guiados por Estados Unidos, ya no son capaces de mantener a flote una próspera economía global, pero las economías emergentes, con China a la cabeza, aún no han podido conseguirlo. Ante el inmediato futuro, el G-20 será el mecanismo de ajuste que lleve al equilibrio a este cambiante orden mundial.

Mientras el Occidente consumista va rebajando sus coeficientes de endeudamiento, y los países fuertemente ahorradores y exportadores, como China, emprenden una transición hacia una clase media orientada al consumo, compensar ese desequilibrio seguirá produciendo más sacudidas durante los próximos años. El G-20 tiene que tomar la iniciativa de navegar por esas embravecidas aguas rápidas del cambio. Esperar a la crisis sin actuar equivale a invitarla.

Nicolas Berggruen es presidente y director ejecutivo del Nicolas Berggruen Institute, dedicado a investigar nuevas ideas para el buen gobierno, y Nathan Gardels es director de Global Viewpoint Network/Tribune Media y NPQ. Es además asesor del Berggruen Institute. © 2011 Global Viewpoint Network. Distribuido por Tribune Media Services. Traducción de Juan Ramón Azaola.

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