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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Cuando los políticos son parte del problema

Vivíamos en una burbuja, no sólo inmobiliaria: la población había crecido hasta los 46 millones de habitantes, de los que cinco y medio eran inmigrantes; el empleo se había disparado hasta superar con creces el casi imposible listón de los 20 millones de puestos de trabajo; las mujeres habían alcanzado una tasa de ocupación impensable 10 años antes, sin perjuicio de un repunte de la tasa de natalidad; los presupuestos del Estado aseguraban con su persistente superávit un holgado colchón para garantizar aterrizajes muy suaves; nuestro sistema financiero presumía de ser el más sólido del mundo; y en PIB per cápita se decía que habíamos superado a Italia, estábamos a punto de alcanzar a Francia, y Alemania nos quedaba ya a un tiro de piedra: éramos emprendedores, dinámicos ¡y ricos!; nos íbamos a comer el mundo.

Y de pronto, como en el cuento de la lechera, la burbuja estalló, la destrucción de empleo se acercó a los dos millones y no ha parado; el Estado consumió sus reservas en unas semanas; la deuda creció, el déficit se disparó; las Cajas de Ahorros, que son la mitad del sistema financiero, se asomaron al abismo y allí siguen; los italianos se merendaron empresas en sectores estratégicos; Alemania y Francia volvieron a tomar distancias; surgieron problemas en relación con nuestra ubicación en el mundo. En resumidas cuentas: arrastramos el pesado fardo de un millón de viviendas vacías, cuatro millones de parados, un déficit galopante, una deuda que gravitará como una losa sobre las cuentas del Estado, unas empresas en venta, y cuando surge un contencioso con Marruecos, si no vienen en nuestro socorro Estados Unidos -antes despreciado- y Francia -siempre envidiada- nos quedamos de un aire, paralizados. No somos tan ricos como soñamos, ni tan poderosos como alardeamos.

Lo dicho, y mucho más, no podía dejar de afectar al estado de ánimo con el que hemos llegado al fin de 2009, nuestro particular annus horribilis. Las buenas noticias, que las estadísticas se obstinaban en negar, sólo llegaban de la presidencia del Gobierno y todas eran mentira: que aquí no había crisis sino desaceleración; que, una vez reconocida a regañadientes la dichosa crisis, estábamos mejor pertrechados que nadie para hacerle frente; que, antes de que la crisis dejara de hacer de las suyas, ya emergían por doquier brotes verdes; en fin, y para colmo, que la salida de la crisis era inminente. Con lo cual, la melancolía no hizo más que extenderse: el último barómetro del CIS ha visto engrosar como nunca las filas de quienes creen que la situación económica es mala o muy mala (72%), con el agravante de que dos de cada tres españoles piensan que dentro de un año será igual que ahora o peor. No somos ricos ni poderosos y, además, andamos con la moral por los suelos.

Todo esto podría manejarse -y hasta servir de acicate para corregir errores, desterrar los aires de nuevos ricos, volver a la austeridad, ser más productivos y más veraces, abandonar las retóricas hueras- si contáramos con un sistema político que no hubiera dilapidado a espuertas la confianza de la ciudadanía. Pero resulta que la opinión sobre la situación política es un calco de lo que se piensa sobre la económica: más de la mitad de los españoles, con un sustancial aporte de gentes de izquierda y de votantes socialistas, opina que es mala o muy mala. Más aún, por vez primera se comienza a señalar a la clase política, a los políticos en general y al gobierno en particular, como parte del problema más que como su solución. En realidad, si se funden varias respuestas, los dos problemas que hoy preocupan más a los españoles son el paro y los políticos.

De manera que 2010 arranca en medio de una crisis económica que no cesa doblada por una crisis de confianza en la política que no ha hecho más que comenzar. Se diría que, por fin, los y las dirigentes de los partidos socialista y popular han conseguido lo que se proponían con sus suicidas estrategias de polarización: envilecer el debate en un permanente rifirrafe por ver cuál de ellos es más corrupto y perverso, más mentiroso e insolidario, y pulverizar la independencia de las instituciones hasta convertirlas en campos de batalla por incrementar o no perder resortes de poder. ¿El resultado? Pues ahí lo tienen: una crisis económica que nos devuelve a épocas pasadas, una crisis de confianza política que nos sumerge en la incertidumbre sobre el futuro y... un feliz y próspero año que nos espera.

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