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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La otra primavera siria

Las reformas son insuficientes y llegan demasiado tarde para aplacar la ira popular

A la muerte en 2000 del dictador sirio Hafez el Asad, su hijo Bachar, oftalmólogo repescado para sucederle, iniciaba su mandato gesticulando como un reformista. A la que, a la postre, solo fue efímera estación de esperanza se le llamó Primavera de Damasco. Pero desde febrero, otra primavera, democrática y tumultuosa, conmueve el mundo árabe. La protesta popular en Siria sufrió, mediado marzo, sus primeras bajas por la despiadada represión gubernamental. Pero la ola no ha dejado de crecer desde entonces.

El jueves pasado Bachar el Asad anunció el levantamiento del estado de excepción, que regía desde que existe el régimen en 1963. Para el viernes estaban previstas manifestaciones en todo el país, y con el fin de la emergencia deberían haberse podido desarrollar pacíficamente, pero pese a que los congregados mostraban las manos para probar que iban desarmados, policías y matones del poder abrieron fuego sobre la multitud. La represión, que proseguía el fin de semana, había causado más de 100 muertos, que se sumaban a varios centenares más desde que comenzó la protesta. El Consejo de Seguridad de la ONU pidió ayer que se investigara la matanza.

La revuelta la nutre fundamentalmente la mayoría suní -unos dos tercios de los 23 millones de sirios- y en ella conviven dos actitudes: la acusación de que la minoría alauí -10% o 12% de la población, a la que pertenece la familia Asad- ha secuestrado el poder, y la islamista, ambas aparentemente democráticas. La Hermandad Musulmana -suní- protagonizó una revuelta en toda regla en 1982 aplastada por el Ejército con miles de muertos. La organización quedó destruida, pero nadie duda de que se ha reconstituido y que la revuelta árabe le ha dado nueva vida.

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El régimen, que el fin de semana era condenado sin paliativos por el presidente Obama y sin tanta celeridad por la jefa de la política exterior de la UE, Catherine Ashton, no carece, sin embargo, de apoyos. Además de los alauíes, una proporción similar de cristianos se ha sentido protegida por el poder en Damasco, que es lo más parecido a un Estado laico en el mundo árabe. E incluso hay una burguesía suní que le es favorable, porque la apertura de 2000 implicaba una cierta liberalización económica y una modernización tecnológica que creaban un segmento de clase afecto al régimen.

El factor decisivo del mantenimiento de los Asad en el poder es el Ejército, de nutrida oficialidad alauí. Ni Mubarak en Egipto, ni Ben Ali en Túnez habrían caído sin la intervención militar, y en Libia resiste Gadafi porque le sigue parte de la milicia. Los rebeldes tampoco pueden esperar una protección exterior de Occidente y menos bombardeos como los que se hacen, aunque a rachas, en Libia. La guerra civil parece también imposible porque haría falta un ejército popular que hoy no existe. Una mediación panárabe sería lo único que podría parar la matanza, pero Damasco ya ha demostrado que prefiere las balas a los votos.

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