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A propósito de Bolonia

Enrique Gil Calvo

El nombramiento de Ángel Gabilondo como nuevo responsable de Educación resulta esperanzador no sólo por sus virtudes personales, sino además porque accede al ministerio acompañado por la reintegración de las competencias universitarias, que le habían sido expropiadas por la extravagante reestructuración administrativa decidida hace un año. Así, se recupera la gestión continua de todo el ciclo escolar, desde la educación infantil hasta la enseñanza universitaria de postgrado, tal como sucede en las propias biografías de los alumnos, lo que permite integrarla en un todo continuo dotado de unidad interna y sentido último, evitando su fractura interrumpida que tanto favorece el temprano abandono escolar. Por eso, cabe esperar que el nuevo ministro logre abordar integralmente los problemas de la educación en España.

Sobran licenciados; faltan informáticos, enfermeros y asistentes sociales
La Universidad va con la sociedad: una máquina de expedir títulos
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Pero en política se impone la agenda única de la actualidad mediática, y esto hace que a Gabilondo sólo se le demande solventar el embolado de Bolonia. Lo cual sería un error que no cometerá, pues hay mucha vida educativa más allá y, sobre todo, más acá de Bolonia. En realidad, la mejor forma de enfrentarse a los problemas universitarios es situarlos en perspectiva longitudinal y biográfica, como el desenlace que corona un largo proceso de aprendizaje iniciado en el hogar y concluido al salir de la universidad para ingresar en la vida activa. Pues si la educación primaria y secundaria fracasan, entonces al llegar a la universidad ya es demasiado tarde para arreglar nada, con Bolonia o sin ella. He aquí una lista de los problemas sucesivos que deben resolverse con perspectiva finalista o teleológica a lo largo del itinerario educativo, de tal modo que cada etapa sea la consecuencia lógica de la anterior.

La educación infantil, donde los bebés aprenden a adquirir sus primeras habilidades sociales, debe universalizarse (pues ahora sólo se presta gratuitamente a una exigua proporción de menores) y profesionalizarse para no reducirla a una guardería conciliadora del trabajo materno. La enseñanza primaria presenta un grave problema emergente, que es su segregación clasista en dos redes educativas, privada y pública, con creciente discriminación social y étnica en perjuicio de la necesaria igualdad de oportunidades. Como ya dediqué una reciente tribuna a este problema (Educación para el segregacionismo, publicada en EL PAÍS, el 23 de octubre de 2008), no insistiré más. Pero además de su segregación, el otro problema que se le plantea a la educación primaria es el déficit de comprensión lectora y capacidad expresiva que se adquiere en sus aulas, un hándicap que después se arrastra a todo lo largo del itinerario educativo.La enseñanza secundaria se enfrenta a dos problemas también muy graves. El más notorio es el excesivo fracaso y abandono escolar, cifrado en un 30% de los alumnos, a la cabeza de la OCDE. Pero más insidiosa es la inexistencia práctica de la formación profesional (FP) como vía de inserción en la actividad, origen de la inversión de la pirámide educativa a la que me referiré después. Y tras estas dos lacras siguen otras carencias bien conocidas, como el déficit de competencia educativa y de calidad en el aprendizaje que revelan los Informes PISA. Finalmente, llegamos a la enseñanza superior, muy afectada por su reciente masificación con excesiva dispersión por hipertrofia autonómica, seguida después por la caída demográfica de la demanda que ha despoblado demasiadas aulas. Todo lo cual ha redundado en una devaluación de los títulos superiores, tras su antiguo prestigio elitista cuando la universidad era minoritaria, dando lugar al fenómeno de los mileuristas que anuncian el declive de la clase media profesional tras el fin de la meritocracia. Y así llegamos a Bolonia como presunta panacea.

Si España es el problema, Europa es la solución. Cuando ya se creía que este axioma regeneracionista (retomado de Costa por Ortega) estaba superado por nuestra definitiva normalización democrática, he aquí que de nuevo se espera que la burocracia de Bruselas (el EEES o Espacio Europeo de Educación Superior) resuelva desde arriba por decreto ley todos nuestros problemas. Unos problemas universitarios con cuyo diagnóstico se puede estar de acuerdo, pero no tanto con la solución ordenancista canonizada por la escolástica de Bolonia. ¿Cuáles son esos problemas? Distingamos entre la oferta y la demanda universitaria.

Empezando por la oferta, nuestra universidad actual es de baja calidad, en términos de productividad investigadora y docente. Pero en eso resulta representativa de la sociedad española, de gran mediocridad cultural y cuya economía se caracteriza (a causa de su dependencia del ladrillo) por su déficit de productividad y competitividad. Y es que cada sociedad tiene la universidad que se merece. Se dirá que debería ser misión de la universidad liderar el cambio cultural y económico de la sociedad española. Y ojalá fuera posible. Pero hace ya tiempo que la universidad dejó de ser el vivero elitista de las clases dominantes, como sucedía en el franquismo, y tampoco es ya el privilegiado oasis de libertad y movilización que animó la transición democrática. No, ahora, tras su masificación y fragmentación autonómica, la universidad sólo es una máquina expendedora de títulos académicos de bajo coste, limitándose a satisfacer las demandas arribistas de una sociedad de clases medias que no aprecia el capital humano, sino el capital social. De ahí que la inversión de la pirámide educativa (muchos titulados superiores y pocos títulos de grado medio y FP) no haga sino reflejar la inversión de la pirámide ocupacional (muchos médicos, abogados y arquitectos frente a pocos enfermeros, informáticos y asistentes sociales). Por eso hay que buscar las responsabilidades de semejante abaratamiento académico no tanto en el lado de la oferta como en el de la demanda universitaria.

Es el otro grave problema que debería resolver Bolonia: la pasividad, conformismo, adocenamiento y falta de iniciativa de nuestro alumnado universitario, que compagina su prolongada permanencia en las aulas con la inactiva dependencia familiar mientras se entretiene con descargas audiovisuales, consumismo posesivo y el gregario botellón (además de otros hábitos estupefacientes que lidera nuestra juventud a escala mundial). Un estilo estudiantil de vida que les mantiene en una tutelada minoría de edad hasta los 25 años, impidiéndoles adquirir la experiencia de la autonomía personal a la espera de hipotecarse de por vida accediendo a un piso de propiedad privada. No es extraño, por ello, que opten por la sobretitulación académica a fin de asegurar su futuro mediante el posterior subempleo, reproduciendo de este modo la perversa inversión de la pirámide ocupacional y educativa. Y siendo así todo esto, ¿alguien puede pensar que las nuevas ordenanzas burocráticas de Bolonia lograrán arreglar las cosas? Habrá que esperar y ver, para poder creerlo. Pero lo que sí parece seguro es que, de acuerdo a nuestra tradición (hecha la ley, hecha la trampa), una y otra parte, profesores y alumnos, aprenderemos a adaptarnos al embolado de Bolonia.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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