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Columna
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La puntilla

Josep Ramoneda

"Muy amenazada debe estar la familia de Zapatero para que el presidente se vea obligado a tomar las decisiones que toma". Me lo dijo una señora de cierta edad. Y la anécdota me parece un buen reflejo del desconcierto con que mucha gente -especialmente las personas que cuando llegó le vieron como una esperanza- sigue la agonía del presidente. La propuesta de reforma de la Constitución es un gesto típico del estilo Zapatero, que se basa en la convicción de que la política es impacto comunicacional. Antes de mayo de 2010, esta idea del ejercicio del poder venía acompañada de la ilusión de que, lanzado un mensaje, todo lo demás se daba por añadidura y siempre para bien, por la creencia en una presunta tendencia natural a que las cosas caigan del buen lado. En mayo de 2010, el presidente descubrió que el happy end no existe. Y el método del impacto comunicacional adquirió dimensión dramática, como respuesta al pánico.

La propuesta de reforma de la Constitución responde a este estilo. Vamos a provocar un gran ruido en la escena pública, los mercados se calmarán y los ciudadanos se resignarán porque comprenden que la situación es límite. A estas alturas, Zapatero ya debería saber lo efímeros que son los efectos de los impactos comunicacionales. Entre otras cosas, porque generalmente son medidas más espectaculares que efectivas. Estamos hablando de una reforma de la Constitución para fijar un límite al déficit público -no al gasto, como algunos parecen confundir-, cuyas cifras se establecerán por ley orgánica y podrán ser modificadas posteriormente. El objetivo de la norma no se alcanzará hasta 2020. Y no hay previsto ningún instrumento que permita obligar o sancionar al que no la cumpla.

Es dudoso que una modificación tan vaporosa pueda contentar a alguien y es complicado defenderla a la vista de los destrozos que ha provocado: aumentar la desazón de la ciudadanía; arruinar las ya escasas expectativas electorales del PSOE; evidenciar el espíritu gregario de sus diputados -ahora le llaman responsabilidad-, y abrir una nueva fase conflictiva en el Estado de las autonomías. Es difícil entender la urgencia de una reforma que deja todas las concreciones pendientes de una ley orgánica que sí puede esperar. Es difícil justificar que se salte la consulta a la ciudadanía en un país que ha hecho de la reforma de la Constitución algo extremadamente excepcional. Pero los dirigentes políticos sospechan que el referéndum daría expresión al malestar de la ciudadanía y no quieren arriesgarse. Con la reforma que proponen no se puede decir que PSOE y PP aumenten su prestigio: están declarando públicamente que no se fían de ellos mismos. No se sienten capaces de garantizar que gestionarán con prudencia si no se lo exige la ley. Y después nos piden que les tengamos confianza para gobernar.

Con todo, este desgraciado episodio, penúltimo eslabón de la agonía de Zapatero, tiene también sus aspectos positivos. Primero: se ha acabado el tiempo de los eufemismos. Ya no hay siquiera el esfuerzo de revestir con tópicos ideológicos la cruda realidad de la impotencia de los Gobiernos. Tanto Zapatero como Alonso lo han dicho sin ambages: "Es la opción más suave para calmar a los mercados", es "para intentar salvar a España de la presión de los mercados". Segundo: se ha roto el tabú de la reforma constitucional. Adiós al discurso que presentaba cualquier intento de renovar la Constitución como un atentado a la estabilidad democrática. Ahora ya sabemos que si PP y PSOE se lo proponen la Constitución se cambia y además a la carrera, sin espacio para la deliberación pública. Se ha abierto una espita para todos aquellos que piensan (o que pensamos) que a la Constitución ya le toca un baldeo. La vida política se reactivaría si florecieran las propuestas. Aunque no ignoro que el pacto PSOE-PP lleva incorporado un candado para cerrar la Constitución a cualquier otra iniciativa.

La despedida de Zapatero tiene algo de trágica. Es fiel reflejo de su trayectoria: incapaz de preñar de sentido a la cosa pública, su aventura se ha convertido en la historia de un bluff comunicacional. La evolución de su rictus da para una tesis doctoral. La reforma constitucional es la última vuelta de tuerca a un fracaso: aumenta la desconfianza y el escepticismo de los ciudadanos y deja a la izquierda desmantelada ideológicamente, escorando de modo peligroso el sistema político hacia la derecha. Llegó prometiendo cambiar España y, como ocurre casi siempre, el mundo le ha cambiado a él. La reforma ha sido la puntilla que Zapatero se ha dado a sí mismo y a su partido.

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