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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿En quién confiar?

El creciente temor a una recesión mundial exige acciones coordinadas, inmediatas y globales

Empiezan a quedarse cortos los paralelismos de esta crisis financiera con otras anteriores. Incluso, de alguna manera, con la que preludió la gran depresión. La magnitud de la pérdida de riqueza es ahora tanto más significativa cuanto mayor es el número de personas afectadas. En las últimas décadas, en la generalidad de las economías avanzadas, una parte muy considerable del ahorro personal se ha desplazado hacia los mercados de acciones, ya sea mediante inversiones directas o a través de instituciones de inversión colectiva, fondos de inversión o fondos de pensiones. El impacto de esas pérdidas, no sólo en el ánimo sino en las decisiones económicas de esas personas, se añade al que sufren los mercados inmobiliarios. La suma de ambas está reduciendo gravemente la solvencia de las familias, como muestran las tasas de morosidad.

La volatilidad de las cotizaciones de los mercados se está instalando en los últimos días en cotas de verdadero pánico. Es extrema e indiscriminada, en la medida en que se desploman las acciones pertenecientes a empresas de todos los sectores industriales. La mayoría de los Gobiernos han dado garantías de que no dejarán caer entidades financieras y de que aportarán los fondos públicos necesarios para evitar males peores. Pero los efectos de la crisis ya no son exclusivamente financieros. El más importante de los temores que alimenta las convulsiones bursátiles que estamos viviendo es el de una recesión mundial. A los malos indicadores de las economías avanzadas se añaden las recientes señales en algunos países en desarrollo que abundan en la severidad de un escenario sin crecimiento. Hungría, Ucrania o Argentina, entre otros, son candidatos a sufrir los espasmos de los movimientos de capital. Las tensiones en los tipos de cambio de algunas monedas de economías emergentes prueban la extensión de la metástasis.

Pese a un dominio tal de la irracionalidad que dificulta la función que se le supone asignada a esos mercados bursátiles, no es razonable que se haya considerado el cierre de los mismos. La espera de las aperturas de las Bolsas los lunes se ha convertido en agónica globalmente. Pero impedir, aunque sea de forma temporal, que quien quiera vender acciones (u otros activos) lo haga, si encuentra comprador, sería un error gigantesco que conduciría a la catástrofe y a la parálisis inmediata de las economías. Lo que resulta imprescindible es concretar acciones de intervención que reduzcan el temor y la desconfianza respecto al futuro inmediato. Son necesarias nuevas y urgentes reducciones coordinadas de los tipos de interés y la intensificación de los programas de inversión pública. No vale en este último punto advertir de los retrasos que llevan consigo estas decisiones. Cuanto más se tarde en frenar la espiral depresiva, más negras serán las expectativas. Y esta crisis ilustra crudamente lo importante que es la confianza no sólo de unos agentes en otros, sino de todos en sus Gobiernos.

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