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¿La realidad es de derecha?

Daniel Innerarity

Tengo la impresión de que los problemas de la izquierda no proceden de haber cedido precipitadamente al realismo ni de haber renunciado a la utopía, como afirmaba Ulrich Beck en estas mismas páginas [17 de noviembre], sino de algo que es anterior. En el origen de su falta de vigor está la conformidad con un reparto del territorio según el cual a la derecha le correspondería gestionar la realidad y la eficiencia, mientras la izquierda puede disfrutar el monopolio de la irrealidad, donde se movería sin competidor entre los valores, las utopías y las ilusiones. Es esta cómoda delimitación del territorio lo que se encuentra en el origen de una crisis general de la política: aceptada la ruptura entre el principio de placer y el principio de realidad, entre la objetividad y las posibilidades, la derecha se puede dedicar a modernizar irreflexivamente, sin el temor de que la izquierda consiga incomodarla con su utopismo genérico y desconcertado. La derecha puede permitirse el lujo de tener algunas dificultades con los valores mientras la izquierda siga teniéndolas con el poder. Y el reparto apenas seduce a los electores, que probablemente desearían poder elegir de otra manera.

Así entendido, el realismo político equivale hoy a constatar la impotencia a la hora de configurar el espacio social. ¿Y si, en el fondo, la política no fuera otra cosa que una discusión acerca de lo que entendemos por "realidad"? Tal vez la cuestión política fundamental no sea tanto la de los ideales y los imaginarios, como la idea que se tiene de lo real. Pues bien, si eso es así lo mejor que puede hacerse frente a una concepción conservadora de la política es combatirle en el terreno de la realidad, discutir su concepción de la realidad. Sería la única manera de no repetir el viejo error de la izquierda de jugar en un campo en el que es inevitable que la derecha lo haga mejor.

A la derecha no debe oponérsele una ensoñación, sino otra descripción de la realidad que sea mejor. Porque la realidad no es lo meramente fáctico, sino también un conjunto de posibilidades de acción que se iluminan según sea la perspectiva desde la que se divisen. La batalla no se gana mediante la apelación genérica a otro mundo, sino en la lucha por describir la realidad de otra manera. La izquierda no convence cuando se sitúa como si estuviera reñida con la realidad como tal sino cuando es capaz de convencernos de que la derecha hace una mala descripción de la realidad. Sería catastrófico dar por perdida la definición del campo de juego, aceptando alguna de las dos posibilidades que se le ofrecen: competir en la pugna por gestionar mejor esa realidad (como pretende el socialismo neoliberal) o combatirla desde moralismo inofensivo (como pretende la versión tradicional del socialismo que sólo sabe renovarse parasitando de los movimientos sociales alternativos).

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Lo que está en juego actualmente no es sólo una alternancia democrática, sino la concepción misma de la política. En su profundo estudio sobre la historia del Partido Socialista, Alain Bergounioux y Gérard Grunberg han sintetizado esta aporía en una doble dificultad que atenaza a los socialistas franceses: el rechazo a la revisión ideológica y su mala relación con el poder. Ésta es la cuestión fundamental: saber si la izquierda está en condiciones de entender la política como una actividad inteligente renovando sus conceptos y sus prácticas de poder. De hecho, esta cuestión ha ido ganando terreno en el seno de la teoría política desde los años noventa cuando comienza a hablarse de un "giro cognitivo", un "ideational turn" (Blyth). La reaparición de conceptos como saber, ideas, argumentación o conocimiento, asociados de nuevo a las grandes cuestiones de la política, parece indicar que algo está cambiando en la manera de concebirla. Desde entonces, la cuestión de si las ideas importan ha planteado relevantes investigaciones acerca del papel que juegan el saber y las ideas en los procesos políticos.

Frente al discurso dominante que habla de que el agotamiento de las ideologías erige al interés como único protagonista de la vida política, tal vez sea precisamente lo contrario: sin ideologías cerradas se abre el es-

pacio para las ideas, es decir, para la política como actividad inteligente.

Buena parte del malestar que genera la política se debe precisamente a la impresión que ofrece de ser una actividad poco inteligente, de corto alcance, mera táctica oportunista, repetitiva hasta el aburrimiento, rígida en sus esquemas convencionales y que sólo se corrige por cálculo de conveniencia. Una sociedad del conocimiento plantea a todos la exigencia de renovarse, y así parece haber ocurrido en casi todos los ámbitos: las empresas tienen que agudizar el ingenio para responder a las demandas del mercado, el arte ha de buscar nuevas formas de expresión, la técnica se plantea nuevos desafíos... El dinamismo de los ámbitos económicos, culturales, científicos y tecnológicos convive con la inercia del sistema político. Hace tiempo que las innovaciones no proceden de instancias políticas, sino del ingenio que se agudiza en otros espacios de la sociedad. No se trata de defectos de las personas que se dedican a la política o de incompetencias singulares, sino de un déficit sistémico de la política, de escasa inteligencia colectiva por comparación con el vitalismo de otros ámbitos sociales.

Esa falta de vigor de la política frente a los mercados o el escaso interés que despierta en buena parte de los ciudadanos probablemente se deban a su incapacidad para desarrollar conductas tan inteligentes al menos como las que tienen lugar en otros espacios de la vida social. Me parece que éste es el gran desafío al que se enfrenta la política en el mundo actual si es que no quiere terminar siendo socialmente irrelevante, desgarrada en la tensión entre los espacios globales y la presión de lo privado y lo local. Hemos de ir hacia formas más inteligentes de configurar los espacios comunes de la política.

Contra los administradores oficiales del realismo hay que defender que la política no es mera administración, ni mera adaptación, sino configuración, diseño de los marcos de actuación, adivinación del futuro. Tiene que ver con lo inédito y lo insólito, magnitudes que no comparecen en otras profesiones muy honradas, pero ajenas a las inquietudes que provoca el exceso de incertidumbre. El tipo de acción que es la política no opera únicamente con meras reglas de la experiencia, con las enseñanzas cómodamente almacenadas entre lo sabido. Quien sea capaz de concebir esta incertidumbre como oportunidad, verá cómo la erosión de algunos conceptos tradicionales hace nuevamente posible la política como fuerza de innovación y transformación. Es urgente llevar a cabo una redefinición del sentido y de los objetivos de la acción política a partir de la idea de que en ella se conoce, es decir, se descubren aspectos de la realidad y posibilidades de acción que no pueden percibirse desde nuestras prácticas rutinarias y nuestros debates preconstruidos.

No sé si la izquierda está suficientemente preparada para esta tarea e incluso puede que ni siquiera se haya dado cuenta de que es necesario acometerla. Ni sus conceptos ni sus prácticas están en condiciones de hacerse cargo de la complejidad de nuestras sociedades. Pero tarde o temprano deberá acometer una definición propia de la realidad política en campos como la seguridad, el pluralismo, la integración, Europa o la mundia-lización. La inteligencia política consiste ahora en aprender la nueva gramática de los bienes comunes que se realiza en estos asuntos. Lo que podríamos llamar izquierda liberal o socialdemocracia liberal apenas se ha estrenado en este debate y ya es hora de que nos explique por qué la realidad no es conservadora.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza.

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