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La reconciliación es el nudo del relato europeo

Al igual que sucede en Estados Unidos, Europa tiene también su propio relato; lo que ocurre es que todavía no está escrito. Y en ese relato la socialdemocracia ha tenido mucho que ver. Mientras que la historia norteamericana es una historia de superación individual, la europea es una historia de reencuentro, de reunificación, de reconciliación colectiva.

Toda buena historia necesita contar con unos ingredientes mínimos: necesita un buen referente intelectual, necesita un conjunto de héroes públicos y anónimos y necesita, como en las buenas películas, que tenga una cierta continuidad, que no se escriba al final the end sino simplemente to be continued. El éxito del relato dependerá de su capacidad de enganche, de que la mayor parte de la gente se sienta reconocida e integrada en él. Y Europa tiene todos esos elementos en su historia, en su cultura, en su tradición, sólo que nadie se ha molestado hasta ahora en ponerlos en conexión, en montar las diferentes piezas de esta historia.

Estados Unidos no goza del monopolio; Europa tiene también una historia fascinante que contar
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Nacida liberal, la UE evolucionó hacia la ciudadanía y la solidaridad

El referente intelectual de nuestro relato europeo es Stefan Zweig, en su libro El mundo de ayer. Todos deberíamos leer y releer este documento de incalculable valor. Zweig cuenta en esa obra cómo era la Europa de antes de la Primera Guerra Mundial. Europa era un espacio abierto, de tolerancia, de solidaridad, un espacio de incipiente igualdad, de seguridad, de convivencia. Nadie perseguía a nadie ni por su condición sexual, ni por su raza, ni por su género. Cristianos y judíos (y en algunas partes, musulmanes) convivían de una manera pacífica y razonable, respetando los usos propios de cada cual al mismo tiempo que respetaban reglas mínimas y básicas de civismo comúnmente aceptadas por todos.

No todo era idílico en esa Europa, por supuesto. Su mayor error fue pecar de indolencia. Y en ese espacio de seguridad nadie fue capaz de percibir las señales, cada vez más evidentes, de lo que iba a suceder a continuación: el ascenso del nacionalismo, la crisis económica y dos grandes guerras que convirtieron a Europa, a esa vieja y querida idea, en un auténtico sumidero de fuego, sangre, odio y destrucción: la anti-Europa.

La Segunda Guerra Mundial terminó en 1945. Solamente siete años después, en 1952, franceses y alemanes se sentaban alrededor de una mesa para firmar el Tratado CECA. Y cinco años después de eso, en 1957, franceses y alemanes se unían de nuevo para firmar el Tratado de Roma. Es decir, los enemigos irreconciliables, los causantes de tanto sufrimiento y de tanta destrucción, eran capaces de reencontrarse de nuevo y sentar las bases de un proyecto en común. Los hacedores de ese éxito tie-nen apellidos: se llaman Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcedi de Gasperi. Ellos son nuestros Adams, Franklins y Jeffersons. Ellos son los padres fundadores, los cuatro magníficos de esta gran epopeya de reunificación que es Europa.

Cuando pienso en Europa, cuando pienso en el ideal de reconciliación y reencuentro que encarna, pienso en una historia que me contó un conocido hace no mucho tiempo. Mi amigo conoció en Florencia, en el curso de unos estudios posuniversitarios que estaba realizando en la capital de la Toscana, a dos seres excepcionales, Veronique y Klaus. Veronique era francesa, socialista y atea. Klaus era alemán, demócrata-cristiano y católico practicante. Nada más conocerse se reconocieron el uno en el otro, se pusieron a vivir juntos, y con el tiempo se casaron y tuvieron hijos.

Mi amigo me contaba cómo fue la noche en la que, en una cena preparada con esmero entre los dos, los padres de Veronique conocieron a Klaus y su familia. La tensión se palpaba en el ambiente, porque la madre de Veronique se había resistido hasta el último momento a bendecir esa unión. Tuvo que superar muchos prejuicios. Y es que en la ocupación alemana de París, en la Segunda Guerra Mundial, cuando la madre de Veronique era muy niña, tuvo que asistir impávida a un espectáculo que la marcaría para toda su vida: cómo unos soldados del Ejército alemán tiraban por la ventana de su casa, junto con todos sus enseres, a su padre. Para ella fue un trago ver cómo su hija decidía unir su vida a un alemán. También tuvo que superar sus viejos prejuicios, reconciliarse con su pasado, con ella misma y con sus propios fantasmas.

Historias así son posibles porque Europa es hoy un espacio en el que de nuevo se puede vivir con una relativa seguridad, sensación de protección, sentido de la solidaridad y bienestar. Es un ámbito abierto, en el que caben todo tipo de opciones ideológicas democráticas, pero en el que los valores socialdemócratas desde luego están presentes y de manera evidente. Siempre he pensado que existe un paralelismo claro entre la historia de la formación de la Unión Europea y la historia de cómo Europa cambió con la socialdemocracia.

Esta segunda historia es bien conocida: los países europeos pasaron de ser Estados liberales a convertirse en Estados del bienestar, gracias fundamentalmente al impacto que en muchos lugares tuvo la revolución socialdemócrata. Se pasó de un mundo en el que el ciudadano estaba básicamente dejado a su suerte a una situación en la que empezó a contar con un aliado para desarrollar sus proyectos y sentirse seguro: el Estado.

Por su parte, la Unión Europa que concibieron nuestros padres fundadores se forjó con los hierros del liberalismo. Tuvo sentido en su momento: se trataba, con ello, de romper las inercias proteccionistas en las que de manera natural habían caído los viejos Estados-Nación después de la Segunda Gran Guerra. Así, los protagonistas de esa "unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos", como reza, de manera magnífica, el preámbulo del Tratado de Roma, no eran, curiosamente, los ciudadanos, sino las mercancías, los servicios, los capitales.

Así evolucionó Europa durante más de 30 años. Pero gracias al esfuerzo de algunos líderes socialdemócratas, esa dirección cambió de rumbo a principios de los años 90, cuando el lenguaje europeo de las tasas aduaneras, las cuotas, y las medidas de efecto equivalente, se transformó en otro puramente político: el lenguaje de la ciudadanía.

Desde entonces, Europa ha superado su origen marcadamente economicista y se encamina hacia el reencuentro con sus propias señas de identidad políticas. El proyecto no está todavía terminado, está haciéndose.

Y de nuevo emerge nuestro relato de reencuentro, de reconciliación, porque en el horizonte aparecen dos grandes objetivos. Uno, de cara al exterior, que es dar nuevos pasos hacia la reunificación de Europa, incorporando a más países a este gran proyecto, y consolidando a los que ya están embarcados con nosotros. Y otro, de cara al interior, que es hacer evolucionar la idea de ciudadanía europea hacia una nueva dimensión social y del bienestar.

Antonio Estella es profesor de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III de Madrid.

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