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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un reparto más justo

La financiación objetiva la solidaridad y da un balón de oxígeno a un Gobierno falto de aliados

Para que un Estado descentralizado como el nuestro funcione, el sistema de financiación territorial debe cubrir de forma equitativa las necesidades de la población. Cuando las competencias más onerosas (sanidad, educación o dependencia) están transferidas a las comunidades autónomas, el debate sobre cómo dotar a estas administraciones de los ingresos precisos para sufragarlas debería despojarse de tintes ideológicos y atender sólo a los criterios de eficiencia. En este sentido, descentralizar los gastos pero no los ingresos abocaría al modelo autonómico al colapso. Por desgracia, los equilibrios parlamentarios de los gobiernos de turno, los intereses partidistas que agitan en su favor los agravios territoriales y la vieja dialéctica entre centro y periferia suele contaminar una discusión que, con los datos en la mano, debiera ser fácilmente objetivable.

Como objetivables son también los pilares del nuevo modelo de financiación que ayer presentó la vicepresidenta económica, Elena Salgado. Es relevante el aumento de la corresponsabilidad fiscal, pues las comunidades obtendrán la mitad del IRPF y el IVA que se tribute en sus territorios junto al 58% de los impuestos especiales. Pero no lo es menos el cambio en los criterios de reparto, más justos que los vigentes. En esencia, de cada cuatro euros recaudados en cada comunidad, tres se destinarán a un fondo común de "garantía de los servicios públicos fundamentales", al que el Estado aportará un euro más. En otras palabras, el 80% de los recursos del modelo se destinará a la solidaridad, de modo que todas las autonomías dispondrán del dinero necesario para atender a sus ciudadanos en unas condiciones de igualdad que tendrán en cuenta variables como la edad -cuantos más niños, más gasto educativo; cuantos más ancianos, mayor factura sanitaria-, la superficie, la dispersión de los habitantes o la insularidad. Y, por supuesto, la población: se atenderá a los más de seis millones de nuevos ciudadanos, mayoritariamente foráneos, a los que el sistema en vigor da la espalda, y el censo se actualizará cada año para evitar las disfunciones que han penalizado a las autonomías que reciben más inmigrantes.

A diferencia de los anteriores sistemas, pues, éste garantizará con criterios objetivos la solidaridad -entendida como la igualdad en el acceso a los servicios fundamentales-, sin perjuicio de que, a demanda de Cataluña, introduzca un factor corrector: cada comunidad se quedará con el 25% de lo recaudado en su territorio. Una medida beneficiosa para las autonomías más prósperas, infrafinanciadas hasta ahora en términos de ingresos por habitante, pero también para las menos dinámicas, por cuanto se premiará no a los territorios más ricos, sino a los que registren un mayor crecimiento económico. Y es sabido que las economías con mayor potencial de crecimiento son justamente las menos desarrolladas.

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Frente al sistema aprobado por el PP en 2001, preñado de arreglos bilaterales que han distorsionado su evolución, el nuevo se presenta como más previsible y transparente. Transparencia, por cierto, reñida con la negativa del Gobierno a cuantificar la mejora de ingresos de cada comunidad, ardid que, en aras del consenso, anima a cada cual a presentar las cifras que más le plazcan aunque la resultante no sume cien. Un guiño a ERC, que ayer dio el sí, y también a los barones del PSOE y el PP, estos últimos resueltos a clamar en público contra el modelo para beneficiarse del mismo en privado.

El pacto con Cataluña, además, ayudará a Zapatero a captar el apoyo de ERC e IU-ICV a los Presupuestos de 2010, lo que explica su generosa oferta final. Un balón de oxígeno para un Gobierno acuciado por la crisis y su soledad parlamentaria.

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