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OPINIÓN | LA COLUMNA
Columna
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La restauración autonómica

Josep Ramoneda

Mientras alguna prensa internacional promete reconocimiento a Zapatero si hace las reformas que la ortodoxia considera necesarias y después se retira; mientras el presidente asume el papel de reformador con el mismo entusiasmo con que en otros tiempos defendía lo contrario; mientras los ciudadanos reiteran en las encuestas de opinión su desconfianza hacia el presidente para salir de la crisis y dicen claramente al PSOE que o Zapatero se va o se van a acordar toda la vida del resultado de las próximas elecciones; mientras la impotencia de Batasuna para doblegar la voluntad militar de ETA llena de melancolía el paisaje vasco, revive el debate sobre el Estado autonómico.

Por una vez, el nacionalismo catalán y la derecha nacionalista española (el PSOE intenta aguantar con un pie a cada lado) coinciden en un punto: el Estado de las autonomías está agotado, es inviable en lo político y en lo económico. Por supuesto, llegan a esta conclusión por caminos distintos y con fines distintos. Pero el Estado autonómico es un problema. Aznar, en su empeño en marcarle la agenda a Mariano Rajoy, lanzó la primera piedra desde la FAES con una propuesta de cierre del modelo. Ahora, con la coartada de la crisis, vuelve a insistir. El PP le sigue. Y el PSOE se apunta para señalar a las autonomías como culpables del déficit público.

En Cataluña, la sensación de impasse del Estado autonómico está muy extendida desde hace tiempo y la corroboró definitivamente la sentencia del Tribunal Constitucional que rebañó considerablemente el Estatut. Desde las distintas familias del catalanismo se entendió que la elasticidad del Estado, que había permitido ir sorteando tensiones durante 30 años, ya no daba más de sí. De modo que las proclamas restauradoras de la derecha se viven como una segunda vuelta del ajuste que inició el tribunal. Lejos de las promesas de Zapatero de recuperar lo perdido por otras vías, cunde la idea de que el Constitucional preparó el terreno para que después la política entrara a saco. Y el PP ha apretado el acelerador.

La hegemonía ideológica de los mercados y todo lo que emana de ellos es tan fuerte que cualquier argumento que apele a la austeridad tiene recorrido y resignada aceptación ciudadana. Presentar las autonomías como portadoras genéticas del despilfarro es un recurso demagógico que puede ser eficaz para despertar los eternos recelos contra las autonomías con conciencia nacional, la catalana principalmente.

La llamada de Aznar a la restauración de España ha coincidido con el estreno en los plenos del Senado de los pinganillos de traducción de las otras lenguas del Estado. Los agobios económicos del país han servido al populismo de la derecha para ridiculizar una práctica que molesta por el carácter simbólico de reconocimiento de un país plurilingüe. Rajoy ha llegado a decir que es propio de un país anormal. Si el presidente del PP se toma la molestia de listar los países en que se dan este tipo de prácticas, no le será tan fácil emitir un juicio sobre lo que es normal y lo que es patológico. Y si hay países con pluralidad lingüística en los que no se usa el pinganillo, es porque se da por supuesto que no hace falta: todos conocen todas las lenguas oficiales del Estado. Si nos ponemos a ridiculizar el uso de los símbolos identitarios, empecemos por la inmensa bandera española de la plaza de Colón o por la pintoresca procesión por toda España de una reproducción de la Copa del Mundo de fútbol.

La oleada restauradora propiciada por el PP viene como anillo al dedo al Gobierno catalán. Es el acompañamiento ideal de la política de austeridad que ha puesto en marcha. Un nuevo encontronazo con Madrid es la mejor manera de mantener las banderas en alto sin necesidad de dar un solo paso adelante. Nos estrangulan y encima nos quieren hacer pasar por culpables. Hay aquí alimento ideológico para el nacionalismo catalán para varias temporadas, mientras como buen Gobierno conservador cumple religiosamente todas las obligaciones económicas que se le imponen. Es inevitable la sensación de ya visto, de eterna repetición del mismo espectáculo.

Se ha querido reducir a la nación catalana a una nación cultural sin que desde Cataluña se haya podido o sabido hacer entender su condición de nación política. Si esta realidad no se reconoce, difícilmente puede haber un diálogo franco. Simplemente el Estado de las autonomías será cada día más insostenible, porque obliga a igualar entidades hechas de materiales diversos. Es su error de origen. Y tarde o temprano habrá que corregirlo. ¿Restauración, ruptura o pacto? El PP ya ha optado. ¿Hay restauración sin ruptura?

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