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La revolución reaccionaria francesa

La expresión "la excepción francesa" no solo se aplica a los asuntos culinarios, sino también a las cuestiones sociales y económicas. Una mayoría de los franceses actuales reconoce que es necesario aumentar la edad de jubilación para velar por la supervivencia del sistema de pensiones. Sin embargo, según todas las encuestas de opinión, casi el 70% de los franceses apoya a los manifestantes que están saliendo a las calles para bloquear las modestísimas reformas introducidas por el Gobierno del presidente Nicolas Sarkozy.

La "excepción francesa" es el producto de un encuentro entre una historia política e intelectual peculiar y el rechazo de las minorías que ocupan el poder actualmente. Para consternación de sus vecinos europeos y ante un público mundial desconcertado, los franceses están demostrando una vez más su extraña tradición de recurrir a medios revolucionarios para expresar inclinaciones conservadoras extremas.

¿Cómo puede Sarkozy, que representa a las grandes empresas, pedir sacrificios por Francia?
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A diferencia de sus predecesores de Mayo de 1968, los manifestantes de hoy no están en las calles para defender un futuro diferente y mejor. Han salido en gran número para proteger el statu quo y expresar su nostalgia por el pasado y su miedo al futuro.

Y, sin embargo, el reaccionario movimiento revolucionario del tipo que estamos presenciando -una reacción violenta contra las consecuencias inevitables de la mundialización- sigue siendo inconfundiblemente francés. Lo impulsa el extremo racionalismo cartesiano, rayano en el absurdo, de un país cuyos ciudadanos siguen viendo al Estado en cierto modo como los adolescentes ven a sus padres.

De hecho, ver a estudiantes de bachillerato expresar su hostilidad al ligero aumento en la edad de jubilación previsto por Sarkozy resulta particularmente revelador. Parecen confirmar la "sabiduría" de una estudiante china que recientemente describió su plan de vida a una revista americana: "Comenzaré con una buena universidad estadounidense para reforzar mi instrucción, luego trabajaré en China y me haré rica, y después, cuando me jubile, me iré a Europa para disfrutar de la vida". Si se va a Francia, puede vivir en un lugar ideal para disfrutar del presente, no para construir un futuro.

Los que protestan saben que lo que hoy piden en las calles -el mantenimiento de lo que tienen- carece totalmente de realismo. Sin embargo, les parece completamente legítimo seguir así. ¿Y si lo que de verdad está mostrando Francia al mundo es en qué consiste la "buena vida": no en formar parte de una "gran nación" con bomba nuclear y un puesto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, sino en ser una "nación feliz", cuyos ciudadanos saben vivir bien y quieren disfrutar de una larga "segunda vida" después de la jubilación?

Desde ese punto de vista, Francia vuelve a ser, una vez más, la punta de lanza de una nueva revolución europea: una revolución no basada en los principios de "Liberté, Égalité, Fraternité", sino en el principio de placer. Esa clase de franceses quieren encabezar a los europeos en su intento de pasar a ser un museo de la buena vida y centrarse en el turismo. ¡Francia debe ser el modelo de una opción sustitutoria!

Pero esa visión irónica de la Francia actual es demasiado simplista o romántica y no comprende la combinación de miedo y descontento social que resulta visible ahora en el actual maelstrom francés. En su afanosa búsqueda de satisfacción, los franceses expresan un profundo malestar existencial. Parecen estar preguntándose: "Puesto que ya no podemos ser grandes, porque otros nos han superado, ¿podemos ser simplemente felices?".

Pero su oposición al cambio refleja no solo cierta negación de la realidad. Corresponde también a una refutación del hombre que encara para ellos todo lo que rechazan. De hecho, la impopularidad personal de Sarkozy desempeña un papel importante en la persistente fuerza de la oposición antirreforma. ¿Cómo puede un hombre que representa a las "grandes empresas" o que simplemente parece fascinado por el dinero atreverse a pedirles que se sacrifiquen por Francia? Hoy día, la pasión francesa por la igualdad supera con mucho la pasión francesa por la libertad, por lo que amenaza a la prosperidad francesa.

Se utiliza el destino de quienes empezaron a trabajar a muy temprana edad o de las mujeres que dejaron el trabajo para criar a sus hijos como argumento contra la reforma, pero se trata de una mera coartada que permite a los franceses afirmar que, aunque nada tienen en principio contra la reforma, la propuesta está cargada de injusticia.

El resultado es difícil de predecir. La lucha de voluntades entre Sarkozy y la calle sigue aún sin zanjar. Si yo tuviera que apostar, sería a que el Gobierno acabará ganando esta batalla, pero no es probable que Sarkozy obtenga un beneficio a largo plazo de su modesto éxito y la batalla por la reelección se le hará muy cuesta arriba. Los franceses no han elegido aún entre defender el viejo mundo y afrontar los desafíos de un mundo globalizado. Su propia vacilación es motivo de perplejidad para la mayoría y de admiración para unos pocos. Francamente, resulta más fácil explicar su comportamiento que entenderlo.

Dominique Moïsi es el autor de The geopolitics of emotion (La geopolítica de la emoción). © Project Syndicate, 2010. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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