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Tribuna
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La ridiculez

El error tiene una condición maligna: además de perjudicar a quienes se le induce, se vuelve contra el que lo comete. No hay una sistemática de las consecuencias de los errores, ni puede haberla, porque depende de la posición del que yerra y de la de los inducidos al error. Por eso, no puedo permanecer ajeno al continuado error del líder del PP, don Mariano Rajoy, y a las consecuencias que tiene sobre sus seguidores y no seguidores, con su adicción a la manifestación semanal. Incómodas y desagradables (algunos rostros adquieren deformaciones tipo Millán Astray, que para nuestra desdicha nos las muestran los telediarios a la hora de la cena), preocuparme no me preocupan, pero sí a algunos de mi entorno, que creen tener base para auspiciar los peores augurios. Trato de tranquilizarles aduciendo que el error que comete este político tiene consecuencias por fortuna trascendentales, pero sólo para él y para los que en él creen. Desde mi punto de vista, las consecuencias a que aludo derivan de su ridiculez.

La ridiculez tiene dos componentes: la situación (ridícula) que se crea y el sujeto (ridículo) que la provoca. Agotada la comicidad de la situación ridícula, surge de nuevo con sólo evocar al ridículo sujeto que la suscitó. La ridiculez, en cierto sentido, es interminable. Es lo que le ocurre al señor Aznar: pasamos de su ridiculez a la de las situaciones evocables: boda filial, contubernio en Azores, rancho en Tejas, etcétera. Ridículo deriva del latín ridere, reír.

Si tuviera acceso al señor Rajoy, apartándolo unos segundos del talentudo Acebes y del, a no dudarlo, escrupuloso Zaplana, le diría (aun a sabiendas de que no me haría el menor caso, y con razón) que el ridículo tiene mal arreglo, quizá ninguno. El ridículo, de hacerse, conviene que el azar depare que sea ante nuestros íntimos, que, para protegernos, guardarán una generosa discreción. Pero en política el escaparate es grandioso y los gestos y palabras del político se magnifican, aunque sea diciendo simplemente buenos días al entrar en el Congreso. La ridiculez del político tiene tal eco que sólo depara un tratamiento eficaz: su huida inmediata, su desaparición definitiva. De lo contrario, cada vez que aparece se evoca su ridiculez anterior (las leyes de la asociación. Véase cualquier tratado de psicología). En mi infancia se solía decir "¡Trágame, tierra!" después de cometida una ridiculez, frase alusiva y simbólica de la conveniente y hasta deseable desaparición del que la provocó. Honestamente se la aconsejo al señor Rajoy. Recuerdo errores de este tipo de un político fugaz en nuestra historia reciente: las del señor Hernández Mancha. Los solucionó de esta forma: de manera callada, discreta, casi inadvertidamente desapareció hasta inexistir (como político, me refiero); de recordarse, como lo hago yo ahora, y ya no sin dificultad, uno no puede menos que reconocer que eligió la más inteligente y eficaz de las terapias. Le felicito de verdad y tiene mi respeto: es un ejemplo.

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Pero ¿por qué cabe tachar de ridícula esta manía de Rajoy de sacar sus huestes a la calle cada dos por tres, y ahora, en original escalada, declarar un boicot imposible a este periódico en el que escribo, amén de emisoras de radio y televisión de la misma empresa? Aunque las manifestaciones convocadas por él alcancen la cifra de gritantes (esta palabra no figura en el DRAE) que la embriaguez (del éxito) le lleva a suponer, es evidente que la de los que pasean, charlan, ven el fútbol o se dedican a cualquier tarea nada trascendental, pero legítima y necesaria para el merecido sosiego, es mucho mayor. Y cuando estos mismos las contemplan horas después en la pantalla de la televisión, y oyen, además, el vocerío de los asistentes declarando los motivos de su presencia allí, deben preguntarse cómo es posible tamaño anacronismo. Las manifestaciones rajoianas, valga la expresión, son, en efecto, ridículas, ante todo por su ranciedad.

Un ridículo, si no se huye de inmediato, lleva indeclinablemente a otro, y éste a otro, y así sucesivamente. Hace pocos días, es un ejemplo, Ratzinger nos amenazó con algo que habíamos olvidado, y seriamente, como conviene a la perfecta ridiculez, alzó la voz para recordar, urbi et orbi, el lugar a donde podemos ir muchos de nosotros. Pronunció a voz en grito estas dos palabras: "¡Hay infierno!". E imaginando el escaso terror que esas dos palabras podían suscitar a la fecha en que estamos, se sintió obligado a añadir cuatro más: "¡Y además es eterno!". El ridículo se magnificó. Un amigo argentino me dijo: "¡Qué bien que se hubiera callado!".

Ése es el consejo que me permito dar al señor Rajoy. España, o, para evitar grandilocuencias, los españoles, no estamos ya para esas cosas. Es un país rico, lo va a ser aún más, y la mayoría de sus habitantes están en condiciones de pasarlo bien, presumiblemente cada vez mejor. Y además son (pido perdón de antemano por valerme de la tan mal usada palabra) patriotas, pero sin necesidad de declamarlo, por la única razón verdaderamente válida: trabajan todos los días y han hecho de este país el que hoy es. ¿Se recuerda el país que era éste cuando estaba bajo la férula de los que monopolizaron la españolería patriótica durante cuarenta años? A esos patriotismos desgañitados se refirió el gran filólogo Samuel Johnson, mediado el siglo XVIII, con esta frase: "El patriotismo es el último reducto de la canalla". El patriotismo no se declama; el patriotismo se hace. Los desmelenes de los asistentes, las banderas (made in China) tan flamantes, las frases coreadas, las pancartas son precisamente garantía de la falta de razón.

Frente a estas manifestaciones con su pretendido carácter aterrador, contengamos la risa (risum teneatis, decían los latinos). Hasta que este líder, curado por ese gran psiquiatra que es la Realidad, le enfrente a su propio ridículo, le acompañe discretamente hasta el foro y le invite, con la ayuda, ¡muy pronto!, de sus mismos correligionarios a los que ya estorba, a sumirse en la inexistencia.

Carlos Castilla del Pino es psiquiatra y escritor.

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