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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

No solo austeridad

Pese a su secuestro por la crisis del euro, el G-20 lanza un plan reactivador aún sin concretar

La crisis del euro secuestró inicialmente la agenda de la cumbre del G-20 finalizada ayer en Cannes. Pero al final, tras muchos avatares -el episodio griego, sobre todo- los líderes de los países que congregan el 85% de la economía mundial alumbraron algunos acuerdos de gran interés, aunque tan solo uno de ellos valió por la entera convocatoria de la reunión: la decisión, o al menos la voluntad, de acompañar la ortodoxia presupuestaria (austeridad) con la reactivación selectiva de la demanda (estímulos) en los países más saneados, como Alemania y China, para relanzar la estancada economía mundial y ahuyentar el fantasma de la recaída en la recesión.

Quedan por concretar muchos detalles, algo que no permite bajar la guardia, puesto que en estas reuniones siempre asoma el torvo peligro del sesgo retórico. Pero es de celebrar la inédita anuencia de alemanes y chinos a la expansión del consumo doméstico -sin perjuicio de la continuidad inversora- como forma de tirar del carro de otras economías más desequilibradas. Porque es exactamente lo oportuno: la austeridad por sí sola no garantiza el necesario crecimiento.

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Desde ese punto de vista, la cumbre de Cannes viene a recuperar, al menos en parte, el empuje innovador de las dos primeras celebradas tras la crisis de Lehman, en Washington y en Londres. Y rompe así la línea declinante en la toma de decisiones y en el lanzamiento de planes reformistas que se arrastraba en los encuentros de Pittsburgh, Toronto y Seúl.

Junto a esta novedad en el ámbito global, debe destacarse otra en el estrictamente europeo. Del enjambre de compromisos ratificando las decisiones de reducción del déficit y la deuda y otros anuncios de voluntades inequívocas de seriedad tendentes a tranquilizar a sus socios, sobresale la imposición a Italia de una supervisión mucho más contundente. El FMI se incorporará al equipo de la Comisión Europea que controlará las medidas tomadas por Roma y supervisará si se atiene al ritmo prometido en la aplicación de las reformas. Aunque el documento oficial indica que la decisión se tomó a iniciativa de Italia, los representantes de la Comisión dejaron bien claro que la decisión era suya y que el Gobierno de Berlusconi simplemente lo aceptó.

Ese anecdotario de explicaciones contradictorias subraya hasta qué punto la economía transalpina concita, tras la griega, todas las inquietudes y cómo, en consecuencia, ha quedado sometida a severa inspección, algo solo un grado por debajo de una intervención en toda regla. Contrasta con el trato dispensado al Gobierno español, que a diferencia del italiano, ha cumplido con sus deberes motu proprio.

Los dirigentes europeos apenas pudieron disimular el fiasco en sus expectativas de obtener apoyo financiero de los países emergentes a su fondo de rescate. Ni siquiera hubo acuerdo en incrementar la dotación del FMI a tales efectos, dada la pinza entre el recelo norteamericano porque los incrementos en las contribuciones se acompasen con los aumentos de cuotas de voto; y la convicción de las potencias emergentes de que las soluciones arbitradas por la UE son aún poco claras. La salida, una etérea promesa de que el FMI dispondrá de cuantos recursos necesite, sirvió solo para componer un airoso balance a su nueva directora general, Christine Lagarde.

La cumbre de Cannes también reiteró, por desgracia sin grandes novedades, los tradicionales empeños en una más amplia y mejor regulación financiera, desde los bancos hasta las agencias de calificación y los paraísos fiscales. Pero en cambio abrió dos espitas que pueden dar cierto juego: consagró la vinculación de la agenda macroeconómica al empleo, creando para ello un grupo de trabajo, y dio un cálido enterado a la intención europea de establecer una tasa sobre las transacciones financieras. Primeros pasos, sí, y relevantes.

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