La tecla, el humo, el whisky

Novelas de ordenador. Es una expresión que acuñó Paco Umbral a finales de los ochenta para definir a esos jóvenes novelistas que le estaban pisando los talones con unas novelas que, al parecer, se escribían solas. El ordenador del novelista al que las novelas se le escribían solas era enorme, de un futuro ya pasado de moda como de Star Trek o Perdidos en el espacio. El novelista vivía sin despegarse de una chuleta en la que alguien le había escrito qué teclas había que pulsar para no perder el documento. El novelista le tenía pánico a aquel chisme entre futurista y cromañónico: en alguna ocasión el ordenador se le había tragado un artículo. El escritor se había quedado mirando un rato la pantalla, conteniendo las ganas de tirar aquel chisme por la ventana. Una vez, el escritor le pidió a uno de sus niños que le pusiera un whisky. El crío vino atolondrado, como todos los críos, y al ir a posar el vaso sobre la mesa se tropezó y el líquido se derramó por debajo del ordenador. El ordenador murió. El novelista se sujetó a la mesa, no sabiendo si tirar por la ventana al ordenador o al crío. Durante tres días la máquina de escribir novelas estuvo en manos de un mago (experto) que consiguió recuperar las cien páginas de la nueva novela que el novelista estaba escribiendo. O por decirlo a la manera umbraliana, que le estaba escribiendo el ordenador. La idea de Umbral no era tan peregrina, respondía a la vieja creencia de que todo lo que entrañaba una dificultad física acababa siendo más auténtico: la letra, con sangre entraba; el suelo quedaba más limpio si una mujer lo fregaba de rodillas; el cocido en olla colorada, nada de olla a presión; las cartas, a mano y por correo regular, y las novelas, a máquina pero con múltiples correcciones a mano para que los estudiosos pudieran teorizar en un futuro sobre el misterio de la creación. Cuidado, máquina de escribir, pero nunca eléctrica, sino con el tracatrá fundamentalista del teclado; flotando en el aire y adherido a los muebles, el humo y el olor del tabaco, y en un rincón, la papelera, a fin de encestar los folios frustrados. Para completar el cuadro, el whisky, ese liquidillo mágico que, a su manera, también consiguió que algunas páginas se escribieran solas. Así salieron. Ah, la mítica de la escritura. Cierto es que a algunos escritores les pareció que el proceso enojoso de aprender a manejar un ordenador, el silencio del teclado, el dejar de fumar o el mantener el whisky a una distancia prudencial acabaría con la magia de la literatura. No ocurrió así. Para desgracia de los que afirmaban que si se prohibía fumar en los clubes de jazz se perdería el encanto de la música en directo, el swing no abandonó a los músicos, incluso, a menudo, aun siendo fumadores, gozaron de un aire más limpio para realizar un trabajo que requiere un gran esfuerzo físico; tampoco la falta de ruido de las máquinas de escribir restó talento al que lo tenía, ni la comodidad de borrar sobre la pantalla consiguió que los libros o las columnas se escribieran solas. A los novelistas por ordenador, decía Umbral, les resultaba tan fácil escribir novelas que tendían al novelón. Qué ironía en quien escribió tanto y de manera tan compulsiva. Pero entiéndaseme, no recuerdo aquellas afirmaciones con antipatía, son tan de época que resultan útiles para hacer recuento de cómo ha cambiado nuestra vida en veinte años. Uno de los ritos obligados cuando viajabas al extranjero era buscar un quiosco céntrico en el que vendieran algún periódico de tu país. Tu país está ahora metido en un aparato diminuto. De la misma forma que se ha revitalizado la relación epistolar cuando se creía que daba sus últimos suspiros. El resultado es que uno no se siente tan solo si, estando lejos, puede encender la mágica pantalla y leer algunos correos, maldecir algunas noticias, departir con algunos amigos con la misma gloriosa superficialidad con la que se toma un café a media mañana en un bar y conocer textos de gente interesante que nunca accede a los grandes medios. En realidad, esa voz de Umbral atacando a los primeros escritores que se pusieron tecnológicamente al día es algo muy antiguo, no ya en la negación de la modernidad, sino en la defensa de uno mismo frente a un mundo que no se acaba de comprender. A mí me costó dejar el tracatrá, me costó amoldarme al silencio, a la pantalla y a la navegación. Lo que ahora es natural fue en su momento tan abstracto, tan difícil de comprender como un logaritmo. Hoy, mi pequeño ordenador contiene miles de voces, las de amigos, las de conocidos, las de gente que muerde también. Con el tiempo he aprendido a bucear por sitios seguros, evitando las aguas emponzoñadas. Por eso me extraña cuando mi colega Carlos Boyero, que dice negarse a navegar por estos mares virtuales, añora esos folletos en los que se informaba a los críticos de las películas. Y es que una vez que te acostumbras a este medio tan limpio eres más consciente del papel derrochado y de lo que el aparatito ha facilitado nuestro trabajo. Eso sí, no te escribe novelas ni artículos. Ay. Pero como bien debía de saber Umbral por un buen amigo suyo, eso era más antiguo que la tecnología virtual, eso te lo hacían los negros de toda la vida.
Algunos escritores creyeron que el uso del ordenador acabaría con la magia de la literatura. No fue así
Mi ordenador contiene miles de voces, las de amigos, conocidos y, también, las de gente que muerde

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