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Entre 'terminator' y 'frankencell'

Una sola palabra bien buscada puede ser más eficaz que cien argumentos cuando se trata de desacreditar cualquier idea o iniciativa, del mismo modo que las caricaturas guiñolescas están haciendo estragos entre nuestros personajes públicos. Así es el caso del apelativo "terminator", que ha sido elegido con indudable ingenio por los enemigos de una particular receta fitogenética cuyos autores son científicos del Ministerio de Agricultura de Estados Unidos y de la empresa Delta & Pine Land Company, entidades que han obtenido recientemente una patente basada en ella. La empresa no ha sido todavía comprada (patente incluida) por Monsanto, aunque pudiera llegar a serlo dentro de los próximos doce meses, y la idea no ha sido sometida todavía a las necesarias pruebas de viabilidad en campo, aunque es posible que lo sea a lo largo de los próximos cinco a siete años. Sin embargo, parece que ha sido la posible entrada en escena de Monsanto, punto focal de la ira ecologista contra las empresas de semillas, la que ha puesto de actualidad esta nueva tecnología.La patente describe una posible forma de conseguir que los granos cosechados por el agricultor sean incapaces de germinar y, por tanto, de servir como semillas para la siguiente cosecha. Para que el agricultor compre cada año una semilla modificada de esta forma, su mayor precio tiene que quedar ampliamente compensado por un mejor rendimiento económico de la variedad en cuestión, ya que, si no fuera así, seguirá sembrando variedades convencionales. Visto de este modo, el mecanismo patentado sería el equivalente al control de taquilla que asegura los retornos de la inversión realizada en un espectáculo cinematográfico o teatral. Además, la innovación propuesta permite disminuir el peligro de transmisión genética desde plantas transgénicas a otras plantas que no lo sean, peligro que ha sido magnificado como objeción a su cultivo.

Ni la idea de la patente en discusión es la única disponible con el mismo fin, ya que existen en el telar más de una docena de ideas similares, ni la necesidad de adquirir las semillas cada año es nueva en la práctica agrícola. No olvidemos que hay empresas de semillas, como la casa francesa Vilmorin, que vienen prosperando desde hace varios siglos gracias a ello. En efecto, las semillas de muchas de las cosechas principales, tales como el maíz, la remolacha, el tomate o el girasol, son en su mayor parte híbridos que -al no dar lugar a semilla híbrida- obligan al agricultor a comprar cada año la semilla apropiada. También la necesidad de obtener material de siembra saneado, libre de enfermedades, como ocurre con la patata, fuerza con frecuencia a su adquisición anual.

La comercialización de semilla híbrida se inició hace ya más de setenta años con la fundación de la empresa Pioneer Inc. por el famoso H.R. Wallace, que más tarde sería secretario (ministro) de Agricultura y vicepresidente de Estados Unidos con Roosevelt, a quien intentó suceder sin éxito. Fue retratado por su amigo Juan Ramón Jiménez en términos excesivamente elogiosos, ya que llegó a compararlo con nuestros místicos. Wallace lograba vender las semillas de sus híbridos de maíz porque, según se sabía desde Darwin, los híbridos son más vigorosos y dan mayor rendimiento que las variedades de polinización libre, por lo que compensan con creces el precio de la semilla.

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Si bien, por las razones expuestas, la mal llamada tecnología "terminator" no plantea per se una situación que sea nueva ni intolerable para los agricultores de los países desarrollados, sí que puede suponer una dificultad adicional a la transferencia de los nuevos avances agronómicos a los países más pobres. Esto justifica plenamente la decisión del Grupo Consultivo sobre Investigación Agrícola Internacional (CGIAR), que agrupa a los centros internacionales que atienden a las necesidades agronómicas de los países en desarrollo, tales como el famoso CIMMYT (México), de no implementar tales tecnologías en el desarrollo de las nuevas variedades producidas por sus propios centros.

El papel crucial que los centros del CGIAR han desempeñado en las últimas décadas en el abastecimiento libre de cargas de semillas mejoradas de trigo y arroz a los países que las necesitaban da a la mencionada decisión un peso moral considerable. De hecho, constituye una llamada de atención no sólo a los Gobiernos y ciudadanos de los países más desarrollados, sino también, de modo muy especial, a las empresas multinacionales del sector agronómico para que busquen fórmulas que permitan el acceso de los países más necesitados a los avances necesarios.

La necesidad de buscar nuevos métodos para transferir las innovaciones agronómicas resulta del cambio radical que ha tenido lugar en el protagonismo de la investigación. La llamada revolución verde, que se suele personalizar en el premio Nobel de la Paz Norman Borlaug, arrojó un balance positivo, aunque no exento de sombras, sobre la base de una inversión altruista cuyos productos fueron distribuidos sin cargo a quien los solicitó. En cambio, los avances actuales están en las manos privadas de un número reducido de actores. Esto plantea problemas cuya solución requiere un debate sereno, sin distorsiones ni descalificaciones.

No siempre las distorsiones son imputables a los grupos de presión o a los medios de comunicación: demasiados científicos se han aficionado a la exageración. Hace sólo unos días, Craig Venter, excelente científico e inveterado fanfarrón, propuso un plan fantástico para crear ex novo una célula viva mínima, plan que fue inmediatamente bautizado por un escéptico como proyecto "frankencell". Entre "terminator" y "frankencell", el terrorismo de las palabras que se refieren a lo biológico está servido.

Francisco García Olmedo es autor de La tercera revolución verde y catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la ETS de Ingenieros Agrónomos.

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