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El tonto de la familia

El número uno de los mitos política, sino que dado que no el primero en el orden de los estímulos de toda actividad política, sino que dado que no existe ésta sin una pública justificación en aquél será preciso reconocer que política y progreso, si no la misma cosa, son poco menos que inseparables. Las inmediatas consecuencias de semejante principio, con ser innumerables, están casi todas en la mente de cualquier ciudadano; aun así, de un axooma de correlación entre dos entes heterogéneos se deduce toda una familia de corolarios que a su vez pueden emparentarse entre sí para engendrar otros, hasta, constituir todo un cuerpo de doctrina que en principio no tiene por qué identificarse con la ciencia política ni con la ciencia del progreso, si es que la hay.El principio puede enunciarse así: Toda actividad política se justifica por un progreso, cualquiera que sea. No hay entrada, por consiguiente, para una política que pretenda «dejar las cosas como están» y el más tenaz conservadurismo se hallará, cuando menos, alimentado por la idea de una progresión sin cambios bruscos, de un crecimiento paulatino hasta la adquisición de la forma adulta y perfecta, poco menos que por la vía biológica. En cierto modo, una idea conservadora de la sociedad se siente más cerca de la utopía que una concepción revolucionaria que, cualquiera que sea, formulará sus propósitos a partir de la diferencia entre lo que es y lo que debe ser; cuanto mayor sea esa diferencia más enérgica ha de ser la revolución; cuanto más enérgica, más ambiciosa; cuanto más ambiciosa, más prolija, más extremista. hasta el punto de no dar nada por bueno y verse empujada a cambiar toda la estructura social; cuanto más; prolija, más larga, más necesitada de tiempo para alcanzar sus fines, más inalcanzable. De suerte que con frecuencia se ha de cobijar bajo la máscara de la revolución permanente para en último término adoptar las actitudes del conservadurismo y optar por el progreso sin cambios bruscos. Cuando el Estado exalta la revolución como musa inspiradora de todos sus actos ya se puede adivinar lo que por el momento no estará dispuesto a admitir; no cabe ninguna revolución contra la revolución, y para no llamarse a engaño, habrá que cuidar el término y acuñar otro; el adversario se llamará involución.

Por consiguiente, la expresión «política progresista» es para empezar redundante; no hay nadie, ni siquiera entre los nostálgicos más recalcitrantes, que aspire al regreso. En política no hay locos ni, casi, sueños. Si alguno piensa en la vuelta a un estado extinguido, no será para revivir su agonía, sino, como poco, para adaptarlo a la hora presente e ¡niciar con él una nueva era..., con vistas al progreso.

El progreso está en la mente de todos e informa todos los programas. En eso hay consenso; un consenso involuntario, se diría, fruto de la creencia y ansia universales en todo mejoramiento en la continúa marcha hacia el bien, de la que sólo se apartan unos pocos malditos, que por fortuna no se meten en política. En esa idea todas las fuerzas están de acuerdo, hasta el Vaticano; las diferencias empiezan con las aplicaciones y direcciones concretas. Resulta tan universal y obvia que se puede prescindir de la afiliación al progreso, como se podría prescindir de la patria si sólo hubiera una. La lucha entre el bien y el mal ha evolucionado -incluso para la mentalidad religiosa- para dar paso a la lucha entre diferentes clases de bien, entre diferentes sectores que reclaman sus bienes específicos.

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A la vista de todo ello se puede definir al político como el hombre que decide cuál será el sector por el que haya de dirigirse el progreso. Ni mucho más ni mucho menos. Si se otorga al adjetivo un sentido lato, bien se podrá decir que todo progreso, cualquiera que sea su sector de aplicación, será técnico, y por consiguiente serán los técnicos -estatales o privados- los hombres encargados de llevarlo a cabo, los que formarán el brazo instrumental de la política. Y aun cuando el político goce de una formación técnica -cosa frecuente en nuestros malaventurados días-, será menester que la deje de lado para engolfarse con plena dedicación en la dirección suprema del esfuerzo. Los políticos no tienen por qué saber cosas concretas, salvo de política; están dispuestos a todo, lo mismo conceden un permiso de industria que un premio literario; pueden carecer de todo arte y toda mafia, sólo necesitan información. Se emparentan así en más de un aspecto con los periodistas -que saben de todo un poco y de nada mucho-, una gente que vive de lo que los demás les cuentan para administrarlo a su antojo al amparo de uno de los grandes fraudes sociomorales de nuestra época, el deber de informar.

Al hacer coincidir acción política con progreso técnico se introduce, de manera poco menos que imperceptible, un supuesto de matute que -hábilmente manipulado- será el mejor cobijo a tanto desmán de los hombres públicos. Me refiero a la idea de que la política también progresa. Nada más lejos de la realidad; la actividad política -o la profesión, el arte, llámese como se quiera- apenas evoluciona. sigue siendo la misma de siempre, se encomienda a hombres que no necesitan más que afán de influencia y defienden su anacrónica condición y prerrogativas (atroz palabra. la prerrogativa) mediante una clandestina oposición a un progreso que al extenderse a todos los sectores de la vida de un país, a la fuerza debería alterar el aparato político y todos sus mecanismos si no lo impidieran -porque en ello les va su vida- los dirigentes.

Tal es la paradoja: el aparato encargado de dirigir el progreso es, esencialmente, retrógrado. En cualquier régimen, en cualquier Estado y en toda coyuntura, la clase política se avendrá a cumplir su deber para con el progreso -única herencia de un poder antes omnímodo-, a condición de mantenerse ella misma incontaminada del proceso progresista. Se piensa que la democracia no tiene otra posible línea de evolución que la fragmentación y trituración del poder; ya que procede de todos hay que distribuirlo entre los más; su control no es posible sin sistemas contradictorios, sin una compleja organización de recíprocas limitaciones y censuras. Nadie podrá ser libre de gastar una peseta del erario a su capricho; nadie podrá dar una orden que no sea varias veces refrendada, hasta su confirmación, ejecución o recusación. Nadie será políticamente soberano; no habrá organismos supremos y en último término la pareja de sietes ganará al póquer de ases, como en la variante cíclica, para que nadie se pueda sentir plenamente seguro. Evidente es que no es ése el futuro inmediato, pero tampoco hay-sitio para otra alternativa. Afortunadamente el poder se va diluyendo y el político cada día tendrá menos fuerza, aun cuando crezca su poderío de conjunto y sea más alta la presión de la cosa pública sobre el ciudadano. Un Schopenhauer embriagado de doctrinas orientales creía que «toda individualidad es un error especial, una equivocación, y el verdadero objetivo de la vida es librarnos de él». Por nada del mundo lo aceptará el político para sí y por eso, tal vez, decide ponerse al servicio del público, esto es, de la no individualidad. Al servicio del público, pero no entre el público, para no contaminarse del anonimato. Se sacrifica por España y antepone el bien de todos al propio, pero para eso es necesario distanciarse, marcar bien las diferencias. Antes sacrificarse que mezclarse.

Con ser el hombre encargado de la dirección del progreso. el político no se dedica sólo a ello. Es decir, es a lo que menos se dedica y gracias a lo cual el progreso, a trancas y barrancas, continúa su penosa y sisífea marcha. Pues si el político es capaz de volcarse exclusivamente sobre el progreso, como es el caso de muchos Gobiernos nacientes y vigorosos que por un considerable plazo pueden, tras barrer a la oposición, detentar un poder omnímodo e incontestado, muy probablemente lo detendrá en seco cuando no lo lanzará marcha atrás y cuesta abajo, como han demostrado en repetidas ocasiones tantas soberbias como sonoras revoluciones. A lo que de verdad se dedica el político (y la dlrección del progreso no será otra cosa que un soporte a la vez que un disfraz de su íntima y mayor¡tarla ocupación) es a la política, como no podía ser menos; esto es, a sus entresijos, a sus intrigas, a sus juegos y conjuros. Con ello me limito a señalar un hecho incuestionable: el ministro dedica mucho más tiempo al nombramiento del subsecretario que a poner en marcha las obras de un canal; el secretario general consumirá semanas en negociar el apoyo de determinada facción a fin de que la otra salga vencida;

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para qué hablar de los congresos las reuniones y comisiones, los desayunos; los directores generales -esos hombres anfibios y fronterizos, con los brazos en la política y los pies en la ruda técnica -ejecutarán su cometido mucho más con vistas a la satisfacción de sus superiores que con miras a las de sus inferiores. Y todo ello cobrará una dimensión exponencial en tiempos de crisis, que es cuando los políticos lo pasan mejor, cuando se pueden dedicar solamente a resolver las crisis.

Es un hecho que la política no se mecaniza y no sé por qué razón. Se sigue haciendo como en tiempos de Licurgo. Y si nada me parece más posible que la mecanización de la dirección del progreso, también estoy seguro de que aun cuando un día se alcance esa cota en la planificación de todo un país, los políticos se las arreglarán para controlar el control, pues un desplazamiento de ese puesto supondría su extinción.

Y bien, si el progreso es tal que cada día se necesitan hombres menos preparados para asumir su dirección; si la evolución de la democracia hacia la fragmentación del poder (y en lo sucesivo se sustituirá el poder por la influencia) los convertirá en hombres con muy poca fuerza real; si la mayor parte del tiempo de su mandato lo han de consumir en reuniones, coaliciones, congresos y mucho trabajo de codo, ¿en qué han venido a parar? En wanton gods enfrascados en su juego, que desde su inmarcesible individualidad observan cómo la colectividad se sumerge en el anonimato al que es conducida por un lento progreso. Nada tiene, por consiguiente, de extraño que cada día en mayor proporción a la política se dediquen los tontos de la familia, como en siglos anteriores profesaban la fe de Roma olas armas del rey, actividades que tras una aura de solemne y secreta trascendencia -y ejecutadas siempre por el bien de la comunidad- amparaban la tendencia del bobo a vivir en el juego y la futilidad. Los numerosos ejemplos de nuestra historia más cercana constituyen buena prueba de que no se trata solamente de una profecía. Lo malo es que hay familias -que para mayor inri acostumbran a ser numerosas- en las que los tontos se cuentan por pares. De ellas, sin duda, saldrán futuras dinastías.

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